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Listado de relatos y cuentos de Ambrose Bierce
El guardián del muerto
I
En la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada, un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana. Serían las nueve de la noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las dos ventanas estaban cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de airear las habitaciones donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un sillón, una mesita para leer que sostenía el candelero, y una larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre. Poco antes, quizá, introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado que estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los ángulos de las paredes. Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana, hasta se insinuaban las facciones con esa extraña rigidez que suele atribuirse a las caras de los muertos, pero que en realidad es propia de todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el silencio que reinaba en el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás, estaba construido sobre la pendiente de una colina. Cuando sonaron las nueve campanadas en el reloj de la iglesia -con tanto desgano, con tanta indiferencia al paso del tiempo que apenas podía uno comprender por qué se molestaban en marcar la hora- se abrió la única puerta del cuarto, entró un hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un movimiento espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se alejaban por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que había entrado en el cuarto era ya un prisionero. El hombre caminó hasta la mesa, se detuvo unos instantes mirando el cadáver; luego, encogiéndose levemente de hombros, fue hasta una de las ventanas y levantó la persiana. Afuera, la oscuridad era absoluta; los vidrios estaban cubiertos de polvo. Pasó la mano por el polvo y pudo ver que la ventana, a pocas pulgadas de los vidrios, estaba reforzada por gruesos barrotes de hierro empotrados en cada extremo de la mampostería. Examinó la otra ventana. Sucedía lo mismo. Esta circunstancia no le inspiró mayor curiosidad y ni siquiera trató de abrirlas. Si era un prisionero, no intentaba evadirse. Después de haber terminado la inspección del cuarto, se instaló en el sillón, sacó un libro del bolsillo, acercó la mesita con el candelero y empezó a leer. Era un hombre joven -no pasaría de los treinta- de tez oscura, cuidadosamente afeitado, y pelo castaño. Tenía el rostro fino, la nariz larga y recta, la frente despejada, y esa ” firmeza” en el mentón y en la mandíbula que, según dicen, es índice de un temperamento resuelto. Por la expresión de sus ojos grises, abstraídos, acaso fuera poco sensible a las sugestiones de los demás. Ahora esos ojos estaban fijos en el libro, pero de vez en cuando los apartaba para mirar el cadáver. Al parecer, no bajo la influencia de la morbosa fascinación que los muertos ejercen sobre los vivos, aun sobre los más valerosos e impasibles, ni por ese deliberado impulso de probar su ánimo que suele mover a las personas impresionables y tímidas. Miraba como si algo en la lectura le hiciera recordar la situación en que se hallaba. Este guardián del muerto, qué duda cabe, cumplía su obligación con inteligencia y serenidad, tal como su aspecto lo hacía presumir. Así continuó alrededor de media hora. Después cerró el libro, quizás al terminar un capítulo, lo dejó sobre la mesita, se puso de pie, alzó la mesita y volvió a colocarla en un rincón del cuarto, cerca de una de las ventanas. En seguida, llevando consigo el candelero, se aproximó a la chimenea vacía frente a la cual estuvo sentado. Al cabo de un momento fue hasta la mesa donde yacía el cadáver, apartó la sábana y dejó al descubierto la cabeza: apareció una melena oscura y un sudario de lienzo muy fino bajo el cual se distinguían aún más las facciones del muerto. Entonces resguardó sus propios ojos de la luz, interponiendo su mano libre entre ellos y el candelero, y detuvo en su inmóvil acompañante una severa y tranquila mirada. Satisfecho con su examen, echó de nuevo la sábana sobre el rostro yacente, y antes de volver al sillón tomó algunos fósforos del candelero y los guardó en el bolsillo de su chaqueta. Después sacó la vela del cilindro hueco del candelero y la observó con atención, como si calculara cuanto tiempo habría de durar. Tenía dos pulgadas de largo. ¡Una hora más, y quedaría a oscuras! Insertó la vela en el candelero, sopló, apagó la llama.
II
En un consultorio de Kearny Street, sentados en torno a una mesa, tres hombres bebían ponche y fumaban. Era tarde, casi medianoche, y no había escaseado el ponche. Estaban en casa del doctor Helberson, el más circunspecto de los tres. Tenía unos treinta años. Los otros eran menores. Todos ellos médicos.
-El temor supersticioso que inspiran los muertos a los vivos es hereditario e incurable -dijo el doctor Helberson-. No tiene por qué avergonzarnos. Es una herencia, sencillamente, como la incapacidad para las matemáticas, o la tendencia a mentir.
Los otros rieron.
-¿Es que la mentira no debe avergonzar a un hombre? -preguntó el más joven de los tres. Este último, en realidad, era un practicante. Todavía no se había recibido.
-Mi querido Harper, no he dicho eso. Una cosa es mentir; otra, la tendencia a mentir.
-¿Pero cree usted -dijo el tercero- que este supersticioso temor a los muertos, no fundado en razón alguna, sea universal? Yo no siento hacia ellos ningún temor.
-Usted no lo siente en teoría -contestó Helberson-. Espere que se cumplan determinadas condiciones, lo que Shakespeare llama “la confabulación de las circunstancias”, y lo verá manifestarse de una manera no muy agradable que le abrirá los ojos. Los médicos y los soldados, desde luego, son menos vulnerables que otros a este temor.
-¡Médicos y soldados! ¿Por qué no agrega también verdugos? Incluyamos a todas las clases criminales.
-No, mi querido Mancher. Los jurados no permiten a los verdugos familiarizarse demasiado con la muerte. De otro modo, llegaría a no conmoverlos.
El joven Harper, que había ido a buscar un cigarro, volvió a su asiento.
-¿Qué condiciones se requieren para que cualquier hombre nacido de mujer llegue a tener conciencia, hasta un extremo intolerable, de ese horror que todos compartimos según usted? -preguntó con sobrada elocuencia.
-Bueno, yo diría que si un hombre estuviera encerrado toda la noche con un cadáver, solo, en la oscuridad de una casa desocupada, sin mantas para echarse sobre la cabeza y refugiarse en ellas, podría jactarse con justicia de no haber nacido de mujer; ni siquiera, como Macduff, de ser el resultado de una cesárea.
-Pensé que sus condiciones no acabarían nunca -replicó Harper-. Pero sé de un hombre que no vacilaría en aceptarlas. Por lo que usted quiera apostar.
-¿Quién es?
-Se llama Jarette. No es de California. Como yo, ha nacido en Nueva York. Yo no tengo dinero para hacer apuestas, pero él podrá apostarle lo que usted quiera -repitió.
-¿Cómo lo sabe usted?
-Prefiere jugar a comer. En cuanto al miedo, me atrevería a decir que lo considera algo así como una enfermedad de la piel, o acaso como una peculiar herejía religiosa.
Decididamente, Helberson empezaba a interesarse.
-¿Cómo es el tal Jarette? -preguntó.
-¿Cómo es? Se parece a Mancher. Podrían ser mellizos.
Helberson contestó resueltamente:
-Acepto la apuesta.
-Debo agradecerle muchísimo el cumplido, estoy seguro -dijo Mancher arrastrando las palabras. Se estaba durmiendo. Agregó-: ¿Puedo entrar en la apuesta?
-No contra mí -dijo Helberson-. No quiero su dinero.
-Muy bien. Entonces seré el cadáver.
Los otros se echaron a reír.
Ya hemos visto el resultado de esta descabellada conversación.
III
Al apagar la escasa ración de su vela, el señor Jarette se propuso conservarla para alguna imprevista necesidad. Quizá pensara vagamente que tanto daba estar a oscuras al principio como al fin, y ese cabo de vela, en caso de que la situación se hiciera realmente insoportable, le garantizaba un medio de alivio, o hasta de libertad. De cualquier modo era prudente contar con una pequeña reserva de luz, aunque sólo fuera para poder mirar el reloj.
No bien apagó la vela y la colocó a su lado, en el suelo, se instaló cómodamente en el sillón, echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Deseaba y esperaba dormir. Quedó decepcionado; nunca en su vida había tenido menos sueño. Pocos minutos después se dio por vencido. Pero entonces ¿qué hacer? No podía andar a tientas en la oscuridad más absoluta, corriendo el peligro de tropezar con las paredes, también de llevarse por delante la mesa y perturbar descomedidamente al muerto. Nadie discute el derecho de los muertos de descansar en paz, exentos de cualquier violencia. Jarette casi logró persuadirse de que consideraciones semejantes, reteniéndolo en el sillón, lo obligaban a no afrontar una probable caída.
Mientras pensaba en ello, creyó haber oído un leve ruido que llegaba de la mesa. Qué clase de ruido era, no hubiese podido decirlo. Continuó inmóvil. ¿Para qué volver la cabeza en la oscuridad? Sin embargo, escuchó atentamente. ¿Por qué no habría de hacerlo? Y mientras escuchaba, sintiendo como un vértigo, se aferró a los brazos del sillón. Le zumbaban los oídos, la sangre se le subía a la cabeza, el chaleco le apretaba el tórax. Se preguntó a qué obedecían esas molestias ¿Eran síntomas de miedo? Hundió el pecho, lanzando un profundo suspiro, y cuando la gran cantidad de aire con que llenó de nuevo sus pulmones exhaustos hizo desaparecer aquella sensación de vértigo, comprendió que en el afán de escuchar había contenido la respiración hasta llegar por poco a sofocarse. Era una revelación humillante. Se levantó, empujó el sillón con el pie y avanzó hasta el centro del cuarto. Pero no avanzaba mucho en la oscuridad. Tanteando, encontró la pared, siguió hasta el rincón, dio vuelta, pasó las dos ventanas y allí, en el otro rincón, entró en violento contacto con la mesita y la tiró al suelo. El ruido lo hizo estremecer. Quedó fastidiado. ¿Cómo diablos pude olvidar dónde coloqué la mesita?, murmuró, buscando su camino a lo largo de la tercera pared con el propósito de llegar a la chimenea.
Debo poner las cosas en su justo sitio, dijo el señor Jarette, y palpó el piso hasta dar con el candelero.
Cuando por fin lo encendió, volvió los ojos a la mesa de cocina donde, naturalmente, nada había cambiado. La mesita con el atril seguía en el suelo. Había olvidado poner las cosas en su justo sitio. Paseó la mirada por el cuarto, desplazando las sombras más profundas con el candelero, llegó hasta la puerta, hizo girar el picaporte y empujó con todas sus fuerzas. Como la puerta no cediera, sintió una especie de satisfacción. Más aún, corrió el pestillo que tenía por dentro y en el cual no había reparado en el momento de entrar. Volvió a sentarse y miró su reloj; eran las nueve y media. Sorprendido, pegó el reloj a la oreja: oyó el tictac del minutero. Ahora la vela estaba sensiblemente más corta. Apagándola nuevamente, la colocó en el piso junto a él, como antes. El señor Jarette no estaba cómodo; estaba profundamente insatisfecho con el ambiente que lo rodeaba, y consigo mismo por sentirse insatisfecho. ¿Qué puedo temer? -pensó-. Esto es ridículo y vergonzoso. No seré tan estúpido. Pero no infunde valor el decirnos seamos valientes, ni reconocer que en tal o cual circunstancia nos beneficia el decirlo. Mientras más se condenaba a sí mismo, más argumentos encontraba Jarette para fundar su condena. Mientras mayor era el número de sus tranquilizadoras y armoniosas variaciones sobre el tema de la inocuidad de los difuntos, menos podía soportar sus propias y discordantes inquietudes. Cómo es posible -exclamó en medio de la angustia de su espíritu-, cómo es posible que yo, tan luego yo, que no tengo supersticiones de ninguna clase, que no creo en la inmortalidad del alma, que sé, y ahora más que nunca, que la vida ultraterrena no es sino el sueño de un deseo, pierda mi apuesta, y junto con mi apuesta ¡el honor, la propia estimación, tal vez el juicio! ¡Todo porque algunos de mis salvajes antepasados, que vivían en las cavernas, concibieron la monstruosa idea de que los muertos se levantan y caminan por la noche! En eso, distintamente, inequívocamente, el señor Jarette oyó tras de sí un leve ruido de pasos, cautelosos, nítidos, cada vez más próximos.
IV
A la mañana siguiente, poco antes del amanecer, el doctor Helberson y su joven amigo Harper recorrían muy despacio las calles de la Costa Norte. Iban al cupé del doctor.
-Joven inexperto -dijo el hombre de más edad-, ¿aún tiene usted confianza en el valor o en la estolidez de su amigo? ¿Cree usted que he perdido mi apuesta?
-Sé que la ha perdido -dijo el otro, pero esta vez con menos énfasis.
-Bueno, de todo corazón espero que así sea -lo dijo con formalidad casi solemne-. Harper, este asunto me inquieta -agregó a la media luz intermitente que entraba oblicuamente en el cupé, cuando pasaban junto a los faroles de la calle, su rostro tenía un aspecto muy severo-. No habría aceptado la apuesta si su amigo no me hubiese irritado por el desdén que demostró ante mi duda sobre su incapacidad de resistencia, una condición meramente física, y por haber sugerido con impasible descortesía que el cadáver fuera el de un médico. Si algo sucediera, estamos perdidos. Mucho me temo que lo merecemos.
-¿Qué puede suceder? Hasta si el asunto tomara un sesgo grave, cosa que no creo, Mancher sólo tiene que resucitar y explicar cómo sucedió. Muy diferente sería con un sujeto auténtico de la Morgue, o con uno de sus pacientes difuntos.
El doctor Mancher, por lo tanto había cumplido su promesa: era el cadáver. El doctor Helberson permaneció largo rato silencioso mientras el cupé, a paso de tortuga, tomaba por la misma calle que ya había recorrido dos o tres veces.
-Bueno -dijo por fin-, esperemos que Manchester, si ha necesitado resucitar de entre los muertos, se haya conducido con discreción. De otro modo, su error empeoraría las cosas.
-Sí, Jarette podría matarlo -dijo Harper-. Cuando el cupé pasó junto a un farol de gas, miró su reloj-. Pero ya son casi las cuatro de la mañana -agregó.
Un momento después los dos hombres bajaban del coche y caminaban impetuosamente hacia la casa durante mucho tiempo vacía, perteneciente al doctor Herlberson, en la cual habían encerrado al señor Jarette. Al acercarse, encontraron a un hombre que corría. Se detuvo de golpe.
-¿Pueden decirme -les gritó- dónde hay un médico?
-¿Qué ocurre? -preguntó Helberson, evasivamente.
-Vaya y vea con sus propios ojos -dijo el hombre prosiguiendo su carrera.
Se apresuraron, llegaron a la casa. En la puerta de calle vieron entrar a varias personas muy excitadas. Al lado y al frente, en los edificios vecinos, asomaban muchas cabezas por las ventanas abiertas de par en par. Los dueños de aquellas cabezas hacían preguntas y no contestaban a las preguntas que les dirigían. Había luz en los pocos cuartos con las ventanas cerradas: sus ocupantes se estaban vistiendo para bajar. El farol de la calle, justo enfrente de la casa que era el centro de todas las miradas, arrojaba sobre la escena una débil luz amarilla, como insinuando que podía descubrir muchos otros pormenores si lo hubiese querido. Harper, mortalmente pálido, se detuvo junto a la puerta y posó su mano en el brazo de su acompañante. Dijo:
-Estamos perdidos, doctor. Tenemos la suerte en contra. No entremos. Es preferible escapar.
Sus desaprensivas palabras contrastaban con el tono extrañamente agitado de la voz.
-Yo soy médico -dijo el doctor Helberson tranquilamente-. Necesitan uno.
Subieron unos pocos peldaños y se dispusieron a entrar. La puerta cancel estaba abierta. El farol de la calle iluminaba el umbral lleno de gente. Algunas personas habían llegado al último tramo de la escalera; como no las dejaran seguir adelante, allí aguardaban, apostadas. Todas hablaban a la vez. Súbitamente, hubo una gran conmoción: se abrió una puerta y un hombre se lanzó contra los que intentaban detenerlo. Cayó sobre los asustados curiosos, haciéndolos a un lado, obligándolos a ponerse de espaldas a la pared o a prenderse de la baranda, tomándolos por el cuello y golpeándolos bárbaramente, o arrojándolos escaleras abajo y pasándolos por encima. Andaba sin sombrero, con la ropa en desorden. Más aterradora que su fuerza, en apariencia sobrehumana, era la expresión de sus ojos desorbitados e inquietos. Su cara, cuidadosamente afeitada, estaba exangüe. Tenía el pelo blanco como la nieve. Como hubiera más espacio al pie de la escalera, y la multitud se hiciera a un lado para dejarlo pasar, Harper gritó:
-¡Jarette, Jarette!
El doctor Helbeson tomó a Harper por las solapas de la chaqueta y lo empujó hacia atrás. El hombre los miró sin parecer reconocerlos, bajó los pocos peldaños que conducían de la puerta cancel a la de la calle, y desapareció. Un policía corpulento, que no había logrado bajar con tanto éxito, surgió momentos después y corrió tras él, mientras las cabezas de las ventanas -ahora de mujeres y niños- gritaban:
-¡Por allí, por allí!
Ya la escalera estaba en parte despejada. Casi toda la muchedumbre se había precipitado a la calle para observar la fuga y persecución. El doctor Helberson, seguido de Harper, pudo llegar hasta arriba.
En la puerta que daba al último corredor, un agente de policía les interceptó el paso.
-Somos médicos-, dijo el doctor, y entraron a un cuarto lleno de hombres apiñados alrededor de una mesa. Apenas se distinguían en la penumbra. Los recién venidos, adelantándose dificultosamente, miraron por encima de los que estaban en primera fila. En la mesa, con las piernas tapadas con unas sábanas, yacía el cuerpo de un hombre. Los rayos de una linterna que sostenía un policía, de pie junto al cadáver, lo iluminaban brillantemente. Todos los demás, el policía mismo, estaban en la sombra, excepto aquellos muy próximos a la cabeza del muerto. El rostro del muerto, amarillo, repulsivo, horrible, tenía los ojos a medio abrir, mirando hacia el techo, la mandíbula caída; en los labios, en el mentón, en las mejillas había rastros de espuma. Un hombre alto, evidentemente un médico, se inclinó sobre el cadáver, le pasó la mano por debajo de la pechera de la camisa y le introdujo dos dedos en la boca abierta.
-Hace casi tres horas que este hombre ha muerto -dijo-. Es un caso para el médico forense.
Sacó una tarjeta de bolsillo, la entregó al oficial y se abrió camino hasta la puerta.
-¡Váyanse todos! ¡Fuera! -gritó el oficial bruscamente, y el cuerpo del muerto desapareció como por arte de magia cuando la linterna enfocó, aquí y allá, las caras de la multitud.
El efecto fue increíble. Los hombres, enceguecidos, confusos, casi aterrorizados, se precipitaron ruidosamente hacia la puerta apretujándose, codeándose y cayendo los unos encima de los otros a medida que iban saliendo, como las huestes de la noche heridas por los dardos de Apolo. Sobre la masa tumultuosa, acorralada, el oficial disparaba su luz implacable, incesante. Arrastrados por la corriente, Helberson y Harper fueron barridos del cuarto y lanzados a la calle escaleras abajo.
-¡Dios mío, doctor! ¿No le dije que Jarette lo mataría? -exclamó Harper no bien se apartaron de la multitud.
-Entiendo que sí -replicó el otro sin aparente emoción.
Prosiguieron caminando en silencio hacia el este, ya gris; se perfilaban las viviendas sobre la línea de la colina. Ya andaba por las calles el carro del lechero. Muy pronto el panadero entraría en escena. Se oían vocear los primeros diarios.
-Tengo la impresión, jovencito -dijo el doctor Helberson-, que usted y yo hemos trasnochado demasiado en los últimos tiempos. No es bueno para la salud. Necesitamos un cambio. ¿Qué le parecería un viaje a Europa?
-¿Cuándo?
-En cualquier momento. Esta tarde a las cuatro, por ejemplo, sería una hora conveniente.
-Lo encontraré en el barco -dijo Harper.
V
Estos dos hombres, siete años después, conversaban amigablemente en Nueva York, sentados en un banco de Madison Square. Un tercero, que los había estado observando sin que ellos lo advirtieran, terminó por acercarse y los saludó con la mayor cortesía, quitándose el sombrero y descubriendo su pelo ondulado, blanco como la nieve. Dijo:
-Les pido disculpas, señores, pero cuando se ha matado a un hombre para poder resucitar, es mejor ponerse sus ropas y escaparse en la primera oportunidad.
Helberson y Harper cambiaron miradas significativas. Parecían divertidos. Helberson miró con simpatía al desconocido y replicó:
-Esa fue siempre mi idea. Estoy enteramente de acuerdo con sus ventaj…
Súbitamente se detuvo, mortalmente pálido. Clavó los ojos en el hombre y quedó boquiabierto. Temblaba.
-¡Ah! -exclamó el desconocido-, veo que se siente usted mal, doctor. En caso de que no pueda atenderse, estoy seguro de que el doctor Harper podrá hacerlo por usted.
-¿Quién diablos es usted? -preguntó Harper desafiante.
El desconocido se acercó más a ellos. Inclinándose susurró:
-A veces me llamo a mí mismo Jarette, pero no tengo inconveniente en decirles, dada la vieja amistad que nos une, que soy el doctor William Mancher. Los dos hombres saltaron del banco.
-¡Mancher! -exclamaron jadeantes, y Helberson agregó:
-¡Dios mío, es verdad!
El desconocido sonrió vagamente.
-Sí -dijo-, es bastante cierto, qué duda cabe.
Vaciló, como si intentara recordar algo, y luego empezó a tararear una canción popular. Se hubiera dicho que los dos hombres ya no le interesaban.
-Mire usted, Mancher -dijo el doctor Helberson-, cuéntenos exactamente lo que ocurrió aquella noche a Jarette, desde luego.
-Ah, sí, a Jarette -dijo el otro-. Es extraño que haya olvidado contárselos a ustedes. Lo cuento tan a menudo. Vean ustedes, yo sabía, porque le oí a él mismo decirlo, que no estaba demasiado tranquilo. Entonces no resistí a la tentación de volver a la vida y entretenerme un poco a costa de él. No pude resistir, en verdad. Todo estaba muy bien, pero no pensé, seriamente. Y después… bueno, fue toda una historia hacerlo ocupar mi lugar, y entonces. ¡Malditos sean ustedes, no podía salir! ¡Malditos sean!
Nada semejante a la ferocidad con que articuló las últimas palabras. Los otros dos retrocedieron alarmados.
-¿Nosotros? ¿Cómo, cómo? -balbuceó Helberson, perdiendo por completo el dominio de sí -. Nosotros no tenemos nada que ver en eso.
-¿No dije que ustedes eran los doctores Hellborn y Sharper1? -preguntó el loco, riendo.
-Mi nombre es Helberson, y este caballero es el señor Harper -le contestó, tranquilizado-. Pero ahora no somos médicos. Somos… bueno, hablemos claro, viejo, somos jugadores.
-Muy buena profesión. Muy buena, en verdad. Y dicho sea de paso, espero que Sharper, aquí presente, haya pagado lo que apostó a Jarette, como un honesto jugador. Sí, una profesión muy buena y honorable -repitió con aire pensativo. Antes de alejarse, agregó a modo de despedida: -Pero yo me aferro a la antigua. Soy médico en el asilo de Bloomingdale, médico del personal. Mi tarea es cuidar al director.
El incidente del Puente del Búho
Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja. A la derecha de la hilera de soldados había un teniente; la punta de su sable tocaba tierra, la mano derecha reposaba encima de la izquierda. Sin contar con los verdugos y el reo en el medio del puente, nadie se movía. La compañía de soldados, delante del puente, miraba fijamente, hierático. Los vigías, en frente de los límites del río, podrían haber sido esculturas que engalanaban el puente. El capitán, con los brazos entrelazados y mudo, examinaba el trabajo de sus auxiliares sin hacer ningún gesto. Cuando la muerte se presagia, se debe recibir con ceremonias respetuosas, incluso por aquéllos más habituados a ella. Para este mandatario, según el código castrense, el silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto.
El hombre cuya ejecución preparaban tenía unos treinta y cinco años. Era civil, a juzgar por su ropaje de cultivador. Poseía elegantes rasgos: una nariz vertical, boca firme, ancha frente, cabello negro y ondulado peinado hacia atrás, inclinándose hacia el cuello de su bien terminada levita. Llevaba bigote y barba en punta, pero sin patillas; sus grandes ojos de color grisáceo desprendían un gesto de bondad imposible de esperar en un hombre a punto de morir. Evidentemente, no era un criminal común. El liberal código castrense establece la horca para todo el mundo, sin olvidarse de las personas decentes.
Finalizados los preparativos, los dos soldados se apartaron a un lado y cada uno retiró la madera sobre la que había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, lo saludó y se colocó detrás de éste. El oficial, a su vez, se desplazó un paso. Estos movimientos dejaron al reo y al suboficial en los límites de la misma tabla que cubría tres durmientes del puente. El extremo donde se situaba al civil casi llegaba, aunque no del todo, a un cuarto durmiente. La tabla se mantenía en su sitio por el peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su mando, el sargento se apartaría, se balancearía la madera, y el reo caería entre dos durmientes. Consideró que esta acción, debido a su simplicidad, era la más eficaz. No le habían cubierto el rostro ni vendado los ojos. Observó por un instante su inseguro punto de apoyo y miró vagamente el agua que corría por debajo de sus pies formando furiosos torbellinos. Una madera que flotaba en la superficie le llamó la atención y la siguió con la vista. Apenas avanzaba. ¡Qué indolente corriente!
Cerró los ojos para recordar, en estos últimos instantes, a su mujer y a sus hijos. El agua brillante por el resplandor del sol, la niebla que se cernía sobre el río contra las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, la madera que flotaba, todo en conjunto lo había distraído. Y en este momento tenía plena conciencia de un nuevo motivo de distracción. Al dejar el recuerdo de sus seres queridos, escuchaba un ruido que no comprendía ni podía ignorar, un ruido metálico, como los martillazos de un herrero sobre el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser este ruido, si procedía de una distancia cercana o alejada: ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía en regulares plazos de tiempo, tan pausadamente como las campanas que doblan a muerte. Esperaba cada llamada con impaciencia, sin comprender por qué, con recelo. Los silencios eran cada vez más largos; las demoras, enloquecedoras. Los sonidos eran menos frecuentes, pero aumentaba su contundencia y su nitidez, molestándole los oídos. Tuvo pánico de gritar… Oía el tictac de su reloj.
Abrió los ojos y escuchó cómo corría el agua bajo sus pies. «Si lograra desatar mis manos -pensó- podría soltarme del nudo corredizo y saltar al río; esquivaría las balas y nadaría con fuerza, hasta alcanzar la orilla; después me internaría en el bosque y huiría hasta llegar a casa. A Dios gracias, todavía permanece fuera de sus líneas; mi familia está fuera del alcance de la Posición más avanzada de los invasores.» Mientras se sucedían estos pensamientos, reproducidos aquí por escrito, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento. El suboficial se colocó en un extremo.
II
Peyton Farquhar, cultivador adinerado, provenía de una respetable familia de Alabama. Propietario de esclavos, político, como todos los de su clase fue, por supuesto, uno de los primeros secesionistas y se dedicó, en cuerpo y alma, a la causa de los Estados del Sur. Determinadas condiciones, que no podemos divulgar aquí, impidieron que se alistara en el valeroso ejército cuyas nefastas campañas finalizaron con la caída de Corinth, y se enojaba de esta trabazón sin gloria, anhelando conocer la vida del soldado y encontrar la ocasión de distinguirse. Estaba convencido de que esta ocasión llegaría para él, como llega a todo el mundo en tiempo de guerra. Entre tanto, hacía lo que podía. Ninguna acción le parecía demasiado modesta para la causa del Sur, ninguna aventura lo suficientemente temeraria si era compatible con la vida de un ciudadano con alma de soldado, que con buena voluntad y sin apenas escrúpulos admite en buena parte este refrán poco caballeroso: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos.
Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco, próximo a la entrada de su parque, un soldado confederado detuvo su corcel en la verja y pidió de beber. La señora Farquhar sólo deseaba servirle con sus níveas manos. Mientras fue a buscar un vaso de agua, su esposo se aproximó al polvoriento soldado y le pidió ávidamente información del frente.
-Los yanquis están reparando las vías del ferrocarril -dijo el hombre- porque se preparan para avanzar. Han llegado hasta el Puente del Búho, lo han reparado y han construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden, colocada en carteles por todas partes, el comandante ha dictaminado que cualquier civil a quien se le sorprenda en intento de sabotaje a las líneas férreas será ejecutado sin juicio previo. Yo he visto la orden.
-¿A qué distancia está el Puente del Búho? -pregunto Faquhar.
-A unos cincuenta kilómetros.
-¿No hay tropas a este lado del río?
-Un solo piquete de avanzada a medio kilómetro, sobre la vía férrea, y un solo vigía de este lado del puente.
-Suponiendo que un hombre -un ciudadano aficionado a la horca- pudiera despistar la avanzadilla y lograse engañar al vigía -dijo el plantador sonriendo-, ¿qué podría hacer?
El militar pensó:
-Estuve allí hace un mes. La creciente de este invierno pasado ha acumulado una enorme cantidad de troncos contra el muelle, en esta parte del puente. En estos momentos los troncos están secos y arderían con mucha facilidad.
En ese mismo instante, la mujer le acercó el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio las gracias, saludó al marido y se alejó con su cabalgadura. Una hora después, ya de noche, volvió a pasar frente a la plantación en dirección al norte, de donde había venido. Aquella tarde había salido a reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.
III
Al caerse al agua desde el puente, Peyton Farquhard perdió la conciencia, como si estuviera muerto. De este estado salió cuando sintió una dolorosa presión en la garganta, seguida de una sensación de ahogo. Dolores terribles, fulgurantes, cruzaban todo su cuerpo, de la cabeza a los pies. Parecía que recorrían líneas concretas de su sistema nervioso y latían a un ritmo rápido. Tenía la sensación de que un enorme torrente de fuego le subía la temperatura insoportablemente. La cabeza le parecía a punto de explotar. Estas sensaciones le impedían cualquier tipo de raciocinio, sólo podía sentir, y esto le producía un enorme dolor. Pero se daba cuenta de que podía moverse, se balanceaba como un péndulo de un lado para otro. Después, de un solo golpe, muy brusco, la luz que lo rodeaba se alzó hasta el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido aterrador en sus oídos y todo fue oscuridad y frío. Al recuperar la conciencia supo que la cuerda se había roto y él había caído al río. Ya no tenía la sensación de estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su garganta, además de asfixiarle, impedía que entrara agua en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le parecía absurda. Abrió los ojos en la oscuridad y le pareció ver una luz por encima de él, ¡tan lejana, tan inalcanzable! Se hundía siempre, porque la luz desaparecía cada vez más hasta convertirse en un efímero resplandor. Después creció de intensidad y comprendió a su pesar que subía de nuevo a la superficie, porque se sentía muy cómodo. «Ser ahogado y ahorcado -pensó- no está tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería justo.»
Aunque inconsciente del esfuerzo, el vivo dolor de las muñecas le comunicaba que trataba de deshacerse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como si fuera un tranquilo espectador que podía observar las habilidades de un malabarista sin demostrar interés alguno por el resultado. Qué prodigioso esfuerzo. Qué magnífica, sobrehumana energía. ¡Ah, era una tentativa admirable! ¡Bravo! Se desató la cuerda: sus brazos se separaron y flotaron hasta la superficie. Pudo discernir sus manos a cada lado, en la creciente luz. Con nuevo interés las vio agarrarse al nudo corredizo. Quitaron salvajemente la cuerda, la lanzaron lejos, con rabia, y sus ondulaciones parecieron las de una culebra de agua. «¡Ponla de nuevo, ponla de nuevo!» Creyó gritar estas palabras a sus manos, porque después de liberarse de la soga sintió el dolor más inhumano hasta entonces. El cuello le hacía sufrir increíblemente, la cabeza le ardía; el corazón, que apenas latía, estalló de inmediato como si fuera a salírsele por la boca. Una angustia incomprensible torturó y retorció todo su cuerpo. Pero sus manos no le respondieron a la orden. Golpeaban el agua con energía, en rápidas brazadas de arriba hacia abajo, y lo sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza. El resplandor del sol lo cegó; su pecho se expandió con fuertes convulsiones. Después, un dolor espantoso y sus pulmones aspiraron una gran bocanada de oxígeno, que al instante exhalaron en un grito.
Ahora tenía plena conciencia de sus facultades; eran, verdaderamente, sobrenaturales y sutiles. La terrible perturbación de su organismo las había definido y despertado de tal manera que advertían cosas nunca percibidas hasta ahora. Sentía los movimientos del agua sobre su cara, escuchaba el ruido que hacían las diminutas olas al golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y conocía cada árbol, cada hoja con todos sus nervios y con los insectos que alojaba: langostas, moscas de brillante cuerpo, arañas grises que tendían su tela de ramita en ramita. Contempló los colores del prisma en cada una de las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los moscardones que volaban sobre los remolinos, el batir de las alas de las libélulas, las pisadas de las arañas acuáticas, como remos que levanta una barca, todo eso era para él una música totalmente perceptible. Un pez saltó ante su vista y escuchó el deslizar de su propio cuerpo que surcaba la corriente.
Había llegado a la superficie con el rostro a favor de la corriente. El mundo visible comenzó a dar vueltas lentamente. Entonces vio el puente, el fortín, a los vigías, al capitán, a los dos soldados rasos, sus verdugos, cuyas figuras se distinguían contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo con el dedo; el oficial le apuntaba con su revólver, pero no disparaba; los otros carecían de armamento. Sus movimientos a simple vista resultaban extravagantes y terribles; sus siluetas, grandiosas.
De pronto escuchó un fuerte estampido y un objeto sacudió fuertemente el agua a muy poca distancia de su cabeza, salpicando su cara. Escuchó un segundo estampido y observó que uno de los vigías tenía aún el fusil al hombro; de la boca del cañón ascendía una nube de color azul. El hombre del río vio cómo le apuntaba a través de la mirilla del fusil. Al mirar a los ojos del vigía, se dio cuenta de su color grisáceo y recordó haber leído que todos los tiradores famosos tenían los ojos de ese color; sin embargo, éste falló el tiro.
Un remolino le hizo girar en sentido contrario; nuevamente tenía a la vista el bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Escuchó una voz clara detrás de él; en un ritmo monótono, llegó con una extremada claridad anulando cualquier otro sonido, hasta el chapoteo de las olas en sus oídos. A pesar de no ser soldado, conocía bastante bien los campamentos y lo que significaba esa monserga en la orilla: el oficial cumplía con sus quehaceres matinales. Con qué frialdad, con qué pausada voz que calmaba a los soldados e imponía la suya, con qué certeza en los intervalos de tiempo, se escucharon estas palabras crueles:
-¡Atención, compañía …! ¡Armas al hombro…! ¡Listos…! ¡Apunten…! ¡Fuego…!
Farquhar pudo sumergirse tan profundamente como era necesario. El agua le resonaba en los oídos como la voz del Niágara. Sin embargo, oyó la estrepitosa descarga de la salva y, mientras emergía a la superficie, encontró trozos de metal brillante, extremadamente chatos, bajando con lentitud. Algunos le alcanzaron la cara y las manos, después siguieron descendiendo. Uno se situó entre su cuello y la camisa: era de un color desagradable, y Farquhar lo sacó con energía.
Llegó a la superficie, sin aliento, después de permanecer mucho tiempo debajo del agua. La corriente lo había arrastrado muy lejos, cerca de la salvación. Mientras tanto, los soldados volvieron a cargar sus fusiles sacando las baquetas de sus cañones. Otra vez dispararon y, de nuevo, fallaron el tiro. El perseguido vio todo esto por encima de su hombro. En ese momento nadaba enérgicamente a favor de la corriente. Todo su cuerpo estaba activo, incluyendo la cabeza, que razonaba muy rápidamente. «El teniente -pensó- no cometerá un segundo error. Esto era un error propio de un oficial demasiado apegado a la disciplina. ¿Acaso no es más fácil eludir una salva como si fuese un solo tiro? En estos momentos, seguramente, ha dado la orden de disparar a voluntad. ¡Qué Dios me proteja, no puedo esquivar a todos!»
A dos metros de allí se escuchó el increíble estruendo de una caída de agua seguido de un estrepitoso escándalo, impetuoso, que se alejaba disminuyendo, y parecía propasarse en el aire en dirección al fortín, donde sucumbió en una explosión que golpeó las profundidades mismas del río. Se levantó una empalizada líquida, curvándose por encima de él; lo cegó y lo ahogó. ¡Un cañón se había unido a las demás armas! El obús sacudió el agua, oyó el proyectil, que zumbó delante de él despedazando las ramas de los árboles del bosque cercano.
«No empezarán de nuevo -pensó-. La próxima vez cargarán con metralla. Debo fijarme en la pieza de artillería, el humo me dirigirá. La detonación llega demasiado tarde: se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón.» De inmediato comenzó a dar vueltas y más vueltas en el mismo punto: giraba como una peonza. El agua, las orillas, el bosque, el puente, el fortín y los hombres ahora distantes, todo se mezclaba y desaparecía. Los objetos ya no eran sino sus colores; todo lo que veía eran banderas de color. Atrapado por un remolino, marchaba tan rápidamente que tenía vértigo y náuseas. Instantes después se encontraba en un montículo, en el lado izquierdo del río, oculto de sus enemigos. Su inmovilidad inesperada, el contacto de una de sus manos contra la pedriza, le devolvió los sentidos y lloró de alegría. Sus dedos penetraron la arena, que se echó encima, bendiciéndola en voz alta. Para su parecer era la cosa más preciosa que podría imaginar en esos momentos. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardinería; le llamó la atención el orden determinado en su disposición, respiró el aroma de sus flores. La luz brillaba entre los troncos de una forma extraña y el viento entonaba en sus hojas una armoniosa música interpretada por una arpa eólica. No quería seguir huyendo, le bastaba permanecer en aquel lugar perfecto hasta que lo capturaran.
El silbido estrepitoso de la metralla en las hojas de los árboles lo despertaron de su sueño. El artillero, decepcionado, le había enviado una descarga al azar como despedida. Se alzó de un brinco, subió la cuesta del río con rapidez y se adentró en el bosque.
Caminó todo el día, guiándose por el sol. El bosque era interminable; no aparecía por ningún sitio el menor claro, ni siquiera un camino de leñador. Ignoraba vivir en una región tan salvaje, y en este pensamiento había algo de sobrenatural.
Al anochecer continuó avanzando, hambriento y fatigado, con los pies heridos. Continuaba vivo por el pensamiento de su familia. Al final encontró un camino que lo llevaba a buen puerto. Era ancho y recto como una calle de ciudad. Y, sin embargo, no daba la impresión de ser muy conocido. No colindaba con ningún campo; por ninguna parte aparecía vivienda alguna. Nada, ni siquiera el ladrido de un perro, sugería un indicio de humanidad próxima. Los cuerpos de los dos enormes árboles parecían dos murallas rectilíneas; se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama de una lección de perspectiva. Por encima de él, levantó la vista a través de una brecha en el bosque, y vio enormes estrellas áureas que no conocía, agrupadas en extrañas constelaciones. Supuso que la disposición de estas estrellas escondía un significado nefasto. De cada lado del bosque percibía ruidos en una lengua desconocida.
Le dolía el cuello; al tocárselo lo encontró inflamado. Sabía que la soga lo había marcado con un destino trágico. Tenía los ojos congestionados, no podía cerrarlos. Su lengua estaba hinchada por la sed; sacándola entre los dientes apaciguaba su fiebre. La hierba cubría toda aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo a sus pies.
Dejando a un lado sus sufrimientos, seguramente se ha dormido mientras caminaba, porque contempla otra nueva escena; quizá ha salido de una crisis delirante. Se encuentra delante de las rejas de su casa. Todo está como lo había dejado, todo rezuma belleza bajo el sol matinal. Ha debido caminar, sin parar, toda la noche. Mientras abre las puertas de la reja y sube por la gran avenida blanca, observa unas vestiduras flotar ligeramente: su esposa, con la faz fresca y dulce, sale a su encuentro bajando de la galería, colocándose al pie de la escalinata con una sonrisa de inenarrable alegría, en una actitud de gracia y dignidad incomparables. ¡Qué bella es! Él se lanza para abrazarla. En el momento en que se dispone a hacerlo, siente en su nuca un golpe que le atonta. Una luz blanca y enceguecedora clama a su alrededor con un estruendo parecido al del cañón… y después absoluto silencio y absoluta oscuridad.
Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un lado a otro del Puente del Búho.
FIN
El engendro maldito
I
NO SIEMPRE SE COME LO QUE ESTÁ SOBRE LA MESA
A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado y, al parecer, su escritura no era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector. Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de troncos rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distancia de la mesa. De haber extendido un brazo, cualquiera de ellos habría rozado al octavo hombre que, tendido boca arriba sobre la mesa, con los brazos pegados a los costados, estaba parcialmente cubierto con una sábana. Era un muerto.
El hombre del libro leía en voz baja. Salvo el cadáver todos parecían esperar que algo ocurriera. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la incesante vibración de los insectos en los árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan diferentes del canto de los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos que vuelan desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando de golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus miembros, según se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no parecían muy partidarios de fijar la atención en cosas superfluas.
Sin duda alguna eran hombres de los contornos, granjeros y leñadores.
El que leía era un poco diferente; tenía algo de hombre de mundo, sagaz, aunque su indumentaria revelaba una cierta relación con los demás. Su ropa apenas habría resultado aceptable en San Francisco; su calzado no era el típico de la ciudad, y el sombrero que había en el suelo a su lado (era el único que no lo llevaba puesto) no podía ser considerado un adorno personal sin perder todo su sentido. Tenía un semblante agradable, aunque mostraba una cierta severidad aceptada y cuidada en función de su cargo. Era el juez, y como tal se hallaba en posesión del libro que había sido encontrado entre los efectos personales del muerto, en la misma cabaña en que se desarrollaba la investigación.
Cuando terminó su lectura se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. En ese instante la puerta se abrió y entró un joven. Se apreciaba claramente que no había nacido ni se había educado en la montaña: iba vestido como la gente de la ciudad. Su ropa, sin embargo, estaba llena de polvo, ya que había galopado mucho para asistir a aquella reunión.
Solamente el juez le hizo un breve saludo.
-Lo esperábamos -dijo-. Es necesario acabar con este asunto esta misma noche.
-Lamento haberlos hecho esperar -dijo el joven, sonriendo-. Me marché, no para eludir su citación, sino para enviar a mi periódico un relato de los hechos como el que supongo quiere usted oír de mí.
El juez sonrió.
-Ese relato tal vez difiera del que va a hacernos aquí bajo juramento.
-Como usted guste -replicó el joven enrojeciendo con vehemencia-. Aquí tengo una copia de la información que envié a mi periódico. No se trata de una crónica, que resultaría increíble, sino de una especie de cuento. Quisiera que formara parte de mi testimonio.
-Pero usted dice que es increíble.
-Eso no es asunto suyo, señor juez; si yo juro que es cierto.
El juez permaneció en silencio durante un rato, con la cabeza inclinada. El resto de los asistentes charlaba en voz baja sin apartar la mirada del rostro del cadáver. Al cabo de unos instantes el juez alzó la vista y dijo:
-Continuemos con la investigación.
Los hombres se quitaron los sombreros y el joven prestó juramento.
-¿Cuál es su nombre? -le preguntó el juez.
-William Harker.
-¿Edad?
-Veintisiete años.
-¿Conocía usted al difunto Hugh Morgan?
-Sí.
-¿Estaba usted con él cuando murió?’
-Sí, muy cerca.
-Y ¿cómo se explica…? su presencia, quiero decir.
-Había venido a visitarlo para ir a cazar y a pescar. Además, también quería estudiar su tipo de vida, tan extraña y solitaria. Parecía un buen modelo para un personaje de novela. A veces escribo cuentos.
-Y yo a veces los leo.
-Gracias.
-Cuentos en general, no me refería sólo a los suyos.
Algunos de los presentes se echaron a reír.
En un ambiente sombrío el humor se aprecia mejor. Los soldados ríen con facilidad en los intervalos de la batalla, y un chiste en la capilla mortuoria, sorprendentemente, suele hacernos reír.
-Cuéntenos las circunstancias de la muerte de este hombre -dijo el juez-. Puede utilizar todas las notas o apuntes que desee.
El joven comprendió. Sacó un manuscrito del bolsillo de su chaqueta y, tras acercarlo a la vela, pasó las páginas hasta encontrar el pasaje que buscaba. Entonces empezó a leer.
II
LO QUE PUEDE OCURRIR EN UN CAMPO DE AVENA SILVESTRE
«…apenas había amanecido cuando abandonamos la casa. Íbamos en busca de codornices, cada uno con su escopeta, y nos acompañaba un perro. Morgan dijo que la mejor zona estaba detrás de un cerro, que señaló, y que cruzamos por un sendero rodeado de arbustos. Al otro lado el terreno era bastante llano y espesamente cubierto de avena silvestre. Cuando salimos de la maleza Morgan iba unas cuantas yardas por delante de mí. De repente oímos, muy cerca, a nuestra derecha y también enfrente, el ruido de un animal que se revolvía con violencia entre unas matas.
»-Es un ciervo -dije-. Ojalá hubiéramos traído un rifle.
»Morgan, que se había parado a examinar los arbustos, no dijo nada, pero había cargado los dos cañones de su escopeta y se disponía a disparar. Parecía algo excitado y esto me sorprendió, pues era célebre por su sangre fría, incluso en momentos de súbito e inminente peligro.
»-Venga -dije-. No esperarás acabar con un ciervo a base de perdigones, ¿verdad?
»No contestó, pero cuando se volvió hacia mí vi su rostro y quedé impresionado por su expresión tensa. Comprendí entonces que algo serio ocurría, y lo primero que pensé fue que nos habíamos topado con un oso. Colgué mi escopeta y avancé hasta donde estaba Morgan.
»Los arbustos ya no se movían y el ruido había cesado, pero mi amigo observaba el lugar con la misma atención.
»-Pero ¿qué pasa? ¿Qué diablos es? -le pregunté.
»-¡Ese maldito engendro! -contestó sin volverse.
Su voz sonaba ronca y extraña. Estaba temblando.
»Iba a decir algo cuando vi que la avena que había en torno al lugar se movía de un modo inexplicable. No sé cómo describirlo. Era como si, empujada por una ráfaga de viento, no sólo se cimbreara sino que se tronchaba y no volvía a enderezarse; y aquel movimiento se acercaba lentamente hacia nosotros.
»Aunque no recuerdo haber pasado miedo, nada antes me había afectado de un modo tan extraño como aquel fenómeno insólito e inenarrable. Recuerdo -y lo saco a colación porque me vino entonces a la memoria- que una vez, al mirar distraídamente por una ventana, confundí un cercano arbolito con otro de un grupo de árboles, mucho más grandes, que estaban más lejos. Parecía del mismo tamaño que éstos, pero al estar más clara y marcadamente definido en sus detalles, no armonizaba con el resto. Fue un simple error de perspectiva pero me sobresaltó y llegó incluso a aterrorizarme. Confiamos tanto en el buen funcionamiento de las leyes naturales que su suspensión aparente nos parece una amenaza para nuestra seguridad, un aviso de alguna calamidad inconcebible. Del mismo modo, aquel movimiento de la maleza, al parecer sin causa, y su aproximación lenta e inexorable resultaban inquietantes. Mi compañero estaba realmente asustado; apenas pude dar crédito a mis ojos cuando le vi arrimarse la escopeta al hombro y vaciar los dos cañones contra el cereal en movimiento. Antes de que el humo de la descarga hubiera desaparecido oí un grito feroz -un alarido como el de una bestia salvaje- y vi que Morgan tiraba su escopeta y, a todo correr, desaparecía de aquel lugar. En ese mismo instante fui arrojado al suelo por el impacto de algo que el humo ocultaba -una sustancia blanda y pesada que me embistió con gran fuerza.
»Cuando me puse de pie y recuperé mi escopeta, que me había sido arrebatada de las manos, oí a Morgan gritar como si agonizara. A sus gritos se unían aullidos feroces, como cuando dos perros luchan entre sí. Completamente aterrorizado, me incorporé con gran dificultad y dirigí la vista hacia el lugar por el que mi amigo había desaparecido. ¡Que Dios me libre de otro espectáculo como aquél! Morgan estaba a unas treinta yardas; tenía una rodilla en tierra, la cabeza, con su largo cabello revuelto, descoyuntada espantosamente hacia atrás, y era presa de unas convulsiones que zarandeaban todo su cuerpo. Su brazo derecho estaba levantado y, por lo que pude ver, había perdido la mano. Al menos yo no la veía. El otro brazo había desaparecido. A veces, tal como ahora recuerdo aquella escena extraordinaria, no podía distinguir más que una parte de su cuerpo; era como si hubiera sido parcialmente borrado (ya sé, es extraño, pero no sé expresarlo de otra forma) y al cambiar de posición volviera a apreciarse de nuevo en su totalidad.
»Debió de ocurrir todo en unos pocos segundos, durante los cuales Morgan adoptó todas las posturas posibles del obstinado luchador que es derrotado por un peso y una fuerza superiores. Yo sólo lo veía a él y no siempre con claridad. Durante el incidente soltaba gritos y profería maldiciones acompañadas de unos rugidos furiosos como nunca antes había oído salir de la garganta de un hombre o una bestia.
»Permanecí en pie por un momento sin saber qué hacer, hasta que decidí tirar la escopeta y correr en ayuda de mi amigo. Creí que estaba sufriendo un ataque o una especie de colapso. Antes de llegar a su lado, lo vi caer y quedar inerte. Los ruidos habían cesado pero volví a ver, con un sentimiento de terror como jamás había experimentado, el misterioso movimiento de la avena que se extendía desde la zona pisoteada en torno al cuerpo de Morgan hacia los límites del bosque. Sólo cuando hubo alcanzado los primeros árboles, aparté la vista de aquel insólito fenómeno y miré a mi compañero. Estaba muerto.»
III
UN HOMBRE, AUNQUE ESTÉ DESNUDO, PUEDE ESTAR HECHO JIRONES
El juez se levantó y se acercó al muerto. Tiró de un extremo de la sábana y dejó el cuerpo al descubierto. Estaba desnudo y, a la luz de la vela, mostraba un color amarillento. Presentaba unos grandes hematomas de un azul oscuro, causados sin duda alguna por las contusiones, y parecía que lo habían golpeado en el pecho y los costados con un garrote. Había unas horribles heridas y tenía la piel desgarrada, hecha jirones.
El juez llegó hasta el extremo de la mesa y desató el nudo que sujetaba un pañuelo de seda por debajo de la barbilla hasta la parte superior de la cabeza. Al retirarlo vimos lo que tenía en la garganta. Los miembros del jurado que se habían levantado para ver mejor lamentaron su curiosidad y volvieron la cabeza. El joven Harker fue hacia la ventana abierta y se inclinó sobre el alféizar, a punto de vomitar. Después de cubrir de nuevo la garganta del muerto, el juez se dirigió a un rincón de la habitación en el que había un montón de prendas. Empezó a coger una por una y a examinarlas mientras las sostenía en alto.
Estaban destrozadas y rígidas por la sangre seca. El resto de los presentes prefirió no hacer un examen más exhaustivo. A decir verdad, ya habían visto este tipo de cosas antes. Lo único que les resultaba nuevo era el testimonio de Harker.
-Señores -dijo el juez-, estas son todas las pruebas que tenemos. Ya saben su cometido; si no tienen nada que preguntar, pueden salir a deliberar.
El presidente del jurado, un hombre de unos sesenta años, alto, con barba y toscamente vestido, se levantó y dijo:
-Quisiera hacer una pregunta, señor. ¿De qué manicomio se ha escapado este último testigo?
-Señor Harker -dijo el juez con tono grave y tranquilo-; ¿de qué manicomio se ha escapado usted?
Harker enrojeció de nuevo pero no contestó, y los siete individuos se levantaron y abandonaron solemnemente la cabaña uno tras otro.
-Si ha terminado ya de insultarme, señor -dijo Harker tan pronto como se quedó a solas con el juez-, supongo que puedo marcharme, ¿no es así?
-En efecto.
Harker avanzó hacia la puerta y se detuvo con la mano en el picaporte. Su sentido profesional era más fuerte que su amor propio. Se volvió y dijo:
-Ese libro que tiene ahí es el diario de Morgan, ¿verdad?. Debe de ser muy interesante porque mientras prestaba mi testimonio no dejaba de leerlo. ¿Puedo verlo? Al público le gustaría…
-Este libro tiene poco que añadir a nuestro asunto -contestó el juez mientras se lo guardaba-; todas las anotaciones son anteriores a la muerte de su autor.
Al salir Harker, el jurado volvió a entrar y permaneció en pie en torno a la mesa en la que el cadáver, cubierto de nuevo, se perfilaba claramente bajo la sábana. El presidente se sentó cerca de la vela, sacó del bolsillo lápiz y papel y redactó laboriosamente el siguiente veredicto, que fue firmado, con más o menos esfuerzo, por el resto:
-Nosotros, el jurado, consideramos que el difunto encontró la muerte al ser atacado por un puma, aunque alguno cree que sufrió un colapso.
IV
UNA EXPLICACIÓN DESDE LA TUMBA
En el diario del difunto Hugh Morgan hay ciertos apuntes interesantes que pueden tener valor científico. En la investigación que se desarrolló junto a su cuerpo el libro no fue citado como prueba porque el juez consideró que podría haber confundido a los miembros del jurado. La fecha del primero de los apuntes mencionados no puede apreciarse con claridad por estar rota la parte superior de la hoja correspondiente; el resto expone lo siguiente:
«…corría describiendo un semicírculo, con la cabeza vuelta hacia el centro, y de pronto se detenía y ladraba furiosamente. Al final echó a correr hacia el bosque a gran velocidad. En un principio pensé que se había vuelto loco, pero al volver a casa no encontré otro cambio en su conducta que no fuera el lógico del miedo al castigo.»
«¿Puede un perro ver con la nariz? ¿Es que los olores impresionan algún centro cerebral con imágenes de las cosas que los producen?»
«2 sep. Anoche, mientras miraba las estrellas en lo alto del cerco que hay al este de la casa, vi cómo desaparecían sucesivamente, de izquierda a derecha. Se apagaban una a una por un instante, y en ocasiones unas pocas a la vez, pero todas las que estaban a un grado o dos por encima del cerco se eclipsaban totalmente. Fue como si algo se interpusiera entre ellas y yo, pero no conseguí verlo pues las estrellas no emitían suficiente luz para delimitar su contorno. ¡Uf! Esto no me gusta nada…»
Faltan tres hojas con los apuntes correspondientes a varias semanas.
«27 sep. Ha estado por aquí de nuevo. Todos los días encuentro pruebas de su presencia. Me he pasado la noche otra vez vigilando en el mismo puesto, con la escopeta cargada. Por la mañana sus huellas, aún frescas, estaban allí, como siempre. Podría jurar que no me quedé dormido ni un momento -en realidad apenas duermo. ¡Es terrible, insoportable! Si todas estas asombrosas experiencias son reales, me voy a volver loco; y si son pura imaginación, es que ya lo estoy.»
«3 oct. No me iré, no me echará de aquí. Esta es mi casa y mi tierra. Dios aborrece a los cobardes…»
«5 oct. No puedo soportarlo más. He invitado a Harker a pasar unas semanas. Él tiene la cabeza en su sitio. Por su actitud podré juzgar si me cree loco.»
«7 oct. Ya encontré la solución al misterio. Anoche la descubrí de repente, como por revelación. ¡Qué simple, qué horriblemente simple!»
«Hay sonidos que no podemos oír. A ambos extremos de la escala hay notas que no hacen vibrar ese instrumento imperfecto que es el oído humano. Son muy agudas o muy graves. He visto cómo una bandada de mirlos ocupan la copa de un árbol, de varios árboles, y cantan todos a la vez. De repente, y al mismo tiempo, todos se lanzan al aire y emprenden el vuelo. ¿Cómo pueden hacerlo si no se ven unos a otros? Es imposible que vean el movimiento de un jefe. Deben de tener una señal de aviso o una orden, de un tono superior al estrépito de sus trinos, que es inaudible para mí. He observado también el mismo vuelo simultáneo cuando todos estaban en silencio, no sólo entre mirlos, sino también entre otras aves como las perdices, cuando están muy distanciadas entre los matorrales, incluso en pendientes opuestas de una colina.»
«Los marineros saben que un grupo de ballenas que se calienta al sol o juguetea sobre la superficie del océano, separadas por millas de distancia, se zambullen al mismo tiempo y desaparecen en un momento. La señal es emitida en un tono demasiado grave para el oído del marinero que está en el palo mayor o el de sus compañeros en cubierta, que sienten la vibración en el barco como las piedras de una catedral se conmueven con el bajo del órgano.»
«Y lo que pasa con los sonidos, ocurre también con los colores. A cada extremo del espectro luminoso el químico detecta la presencia de los llamados rayos ‘actínicos’. Representan colores -colores integrales en la composición de la luz- que somos incapaces de reconocer. El ojo humano también es un instrumento imperfecto y su alcance llega sólo a unas pocas octavas de la verdadera ‘escala cromática’. No estoy loco; lo que ocurre es que hay colores que no podemos ver.»
«Y, Dios me ampare, ¡el engendro maldito es de uno de esos colores!»
FIN