El engendro maldito
noviembre 25, 2022El engendro maldito
·
Ficcionalidad.
Recordemos que un pacto de
ficción es aquella relación establecida entre el lector y la obra, inclusive
con el mismo autor.
Ambrose Bierce nos relata una verdad sobre un crimen, un asesinato, pero la verdad cambia al escuchar el testimonio escalofriante de William Harker y los escritos en el diario del difunto Hugh Morgan.
Etopeya:
Arrogancia, Seguridad, Dudoso y Aterrado
Concreción:
Descubrir quién o qué mató a Morgan.
Verosimilitud:
El asesinato
de un amigo. Presenciar la muerte de un conocido.
Personajes :
El juez
Morgan
Harker
Presidente
del jurado.
Los 5 hombres del jurado (asistentes).
Voz narrativa:
Omnisciente y posteriormente tercera persona.
El fondo y la forma de la obra
Fondo: Descubrir el asesinato
de un hombre
Forma: Un relato, un cuento,
donde se intuirá para descubrir al asesino, el testimonio del amigo y los
escritos del difunto.
· Clasificación y características de los
personajes.
Principal: Morgan
Secundario: El juez y Harker
Incidental: presidente del
jurado
·
Tipo de narrador.
Omnisciente y tercera persona.
·
Focalización.
Externa.
SECUENCIA NARRATIVA |
|
Situación inicial |
I NO SIEMPRE SE COME LO QUE
ESTÁ SOBRE LA MESA A la luz de una vela de sebo
colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre leía algo escrito en un
libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado y, al parecer, su escritura no
era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela
para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra
y sólo era posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres
que estaban con el lector. Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y
en silencio, junto a las paredes de troncos rugosos y, dada la pequeñez del
cuarto, a corta distancia de la mesa. De haber extendido un brazo, cualquiera
de ellos habría rozado al octavo hombre que, tendido boca arriba sobre la
mesa, con los brazos pegados a los costados, estaba parcialmente cubierto con
una sábana. Era un muerto. El hombre del libro leía en
voz baja. Salvo el cadáver todos parecían esperar que algo ocurriera. Una
serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura que
hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la
incesante vibración de los insectos en los árboles; los gritos extraños de
las aves nocturnas, tan diferentes del canto de los pájaros durante el día;
el zumbido de los grandes escarabajos que vuelan desordenadamente, y todo ese
coro indescifrable de leves sonidos que, cuando de golpe se interrumpe,
creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber sido
indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus
miembros, según se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no
parecían muy partidarios de fijar la atención en cosas superfluas. Sin duda alguna eran hombres
de los contornos, granjeros y leñadores. El que leía era un poco
diferente; tenía algo de hombre de mundo, sagaz, aunque su indumentaria
revelaba una cierta relación con los demás. Su ropa apenas habría resultado
aceptable en San Francisco; su calzado no era el típico de la ciudad, y el
sombrero que había en el suelo a su lado (era el único que no lo llevaba
puesto) no podía ser considerado un adorno personal sin perder todo su
sentido. Tenía un semblante agradable, aunque mostraba una cierta severidad
aceptada y cuidada en función de su cargo. Era el juez, y como tal se hallaba
en posesión del libro que había sido encontrado entre los efectos personales
del muerto, en la misma cabaña en que se desarrollaba la investigación. |
Inicio del conflicto |
Cuando terminó su lectura se
lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. En ese instante la puerta
se abrió y entró un joven. Se apreciaba claramente que no había nacido ni se
había educado en la montaña: iba vestido como la gente de la ciudad. Su ropa,
sin embargo, estaba llena de polvo, ya que había galopado mucho para asistir
a aquella reunión. Solamente el juez le hizo un
breve saludo. -Lo esperábamos -dijo-. Es
necesario acabar con este asunto esta misma noche. -Lamento haberlos hecho
esperar -dijo el joven, sonriendo-. Me marché, no para eludir su citación,
sino para enviar a mi periódico un relato de los hechos como el que supongo
quiere usted oír de mí. El juez sonrió. -Ese relato tal vez difiera
del que va a hacernos aquí bajo juramento. -Como usted guste -replicó
el joven enrojeciendo con vehemencia-. Aquí tengo una copia de la información
que envié a mi periódico. No se trata de una crónica, que resultaría
increíble, sino de una especie de cuento. Quisiera que formara parte de mi
testimonio. -Pero usted dice que es
increíble. -Eso no es asunto suyo,
señor juez; si yo juro que es cierto. El juez permaneció en
silencio durante un rato, con la cabeza inclinada. El resto de los asistentes
charlaba en voz baja sin apartar la mirada del rostro del cadáver. Al cabo de
unos instantes el juez alzó la vista y dijo: -Continuemos con la
investigación. Los hombres se quitaron los
sombreros y el joven prestó juramento. -¿Cuál es su nombre? -le
preguntó el juez. -William Harker. -¿Edad? -Veintisiete años. -¿Conocía usted al difunto
Hugh Morgan? -Sí. -¿Estaba usted con él cuando
murió?’ -Sí, muy cerca. -Y ¿cómo se explica…? su
presencia, quiero decir. -Había venido a visitarlo
para ir a cazar y a pescar. Además, también quería estudiar su tipo de vida,
tan extraña y solitaria. Parecía un buen modelo para un personaje de novela.
A veces escribo cuentos. -Y yo a veces los leo. -Gracias. -Cuentos en general, no me
refería sólo a los suyos. Algunos de los presentes se
echaron a reír. En un ambiente sombrío el
humor se aprecia mejor. Los soldados ríen con facilidad en los intervalos de
la batalla, y un chiste en la capilla mortuoria, sorprendentemente, suele
hacernos reír. -Cuéntenos las
circunstancias de la muerte de este hombre -dijo el juez-. Puede utilizar
todas las notas o apuntes que desee. El joven comprendió. Sacó un
manuscrito del bolsillo de su chaqueta y, tras acercarlo a la vela, pasó las
páginas hasta encontrar el pasaje que buscaba. Entonces empezó a leer. |
Conflicto |
II LO QUE PUEDE OCURRIR EN UN
CAMPO DE AVENA SILVESTRE «…apenas había amanecido
cuando abandonamos la casa. Íbamos en busca de codornices, cada uno con su
escopeta, y nos acompañaba un perro. Morgan dijo que la mejor zona estaba
detrás de un cerro, que señaló, y que cruzamos por un sendero rodeado de
arbustos. Al otro lado el terreno era bastante llano y espesamente cubierto
de avena silvestre. Cuando salimos de la maleza Morgan iba unas cuantas
yardas por delante de mí. De repente oímos, muy cerca, a nuestra derecha y
también enfrente, el ruido de un animal que se revolvía con violencia entre
unas matas. »-Es un ciervo -dije-. Ojalá
hubiéramos traído un rifle. »Morgan, que se había parado
a examinar los arbustos, no dijo nada, pero había cargado los dos cañones de
su escopeta y se disponía a disparar. Parecía algo excitado y esto me
sorprendió, pues era célebre por su sangre fría, incluso en momentos de
súbito e inminente peligro. »-Venga -dije-. No esperarás
acabar con un ciervo a base de perdigones, ¿verdad? »No contestó, pero cuando se
volvió hacia mí vi su rostro y quedé impresionado por su expresión tensa.
Comprendí entonces que algo serio ocurría, y lo primero que pensé fue que nos
habíamos topado con un oso. Colgué mi escopeta y avancé hasta donde estaba
Morgan. »Los arbustos ya no se
movían y el ruido había cesado, pero mi amigo observaba el lugar con la misma
atención. »-Pero ¿qué pasa? ¿Qué
diablos es? -le pregunté. »-¡Ese maldito engendro!
-contestó sin volverse. Su voz sonaba ronca y
extraña. Estaba temblando. » Iba a decir algo cuando vi
que la avena que había en torno al lugar se movía de un modo inexplicable. No
sé cómo describirlo. Era como si, empujada por una ráfaga de viento, no sólo
se cimbreara, sino que se tronchaba y no volvía a enderezarse; y aquel
movimiento se acercaba lentamente hacia nosotros. » Aunque no recuerdo haber
pasado miedo, nada antes me había afectado de un modo tan extraño como aquel
fenómeno insólito e inenarrable. Recuerdo -y lo sacó a colación porque me
vino entonces a la memoria- que una vez, al mirar distraídamente por una
ventana, confundí un cercano arbolito con otro de un grupo de árboles, mucho
más grandes, que estaban más lejos. Parecía del mismo tamaño que éstos, pero
al estar más clara y marcadamente definido en sus detalles, no armonizaba con
el resto. Fue un simple error de perspectiva, pero me sobresaltó y llegó
incluso a aterrorizarme. Confiamos tanto en el buen funcionamiento de las
leyes naturales que su suspensión aparente nos parece una amenaza para
nuestra seguridad, un aviso de alguna calamidad inconcebible. Del mismo modo,
aquel movimiento de la maleza, al parecer sin causa, y su aproximación lenta
e inexorable resultaban inquietantes. Mi compañero estaba realmente asustado;
apenas pude dar crédito a mis ojos cuando le vi arrimarse la escopeta al hombro
y vaciar los dos cañones contra el cereal en movimiento. Antes de que el humo
de la descarga hubiera desaparecido oí un grito feroz -un alarido como el de
una bestia salvaje- y vi que Morgan tiraba su escopeta y, a todo correr,
desaparecía de aquel lugar. En ese mismo instante fui arrojado al suelo por
el impacto de algo que el humo ocultaba -una sustancia blanda y pesada que me
embistió con gran fuerza. » Cuando me puse de pie y
recuperé mi escopeta, que me había sido arrebatada de las manos, oí a Morgan
gritar como si agonizara. A sus gritos se unían aullidos feroces, como cuando
dos perros luchan entre sí. Completamente aterrorizado, me incorporé con gran
dificultad y dirigí la vista hacia el lugar por el que mi amigo había
desaparecido. ¡Que Dios me libre de otro espectáculo como aquél! Morgan
estaba a unas treinta yardas; tenía una rodilla en tierra, la cabeza, con su
largo cabello revuelto, descoyuntada espantosamente hacia atrás, y era presa
de unas convulsiones que zarandeaban todo su cuerpo. Su brazo derecho estaba
levantado y, por lo que pude ver, había perdido la mano. Al menos yo no la
veía. El otro brazo había desaparecido. A veces, tal como ahora recuerdo
aquella escena extraordinaria, no podía distinguir más que una parte de su
cuerpo; era como si hubiera sido parcialmente borrado (ya sé, es extraño,
pero no sé expresarlo de otra forma) y al cambiar de posición volviera a
apreciarse de nuevo en su totalidad. » Debió de ocurrir todo en
unos pocos segundos, durante los cuales Morgan adoptó todas las posturas
posibles del obstinado luchador que es derrotado por un peso y una fuerza
superiores. Yo sólo lo veía a él y no siempre con claridad. Durante el
incidente soltaba gritos y profería maldiciones acompañadas de unos rugidos
furiosos como nunca antes había oído salir de la garganta de un hombre o una
bestia. » Permanecí en pie por un
momento sin saber qué hacer, hasta que decidí tirar la escopeta y correr en
ayuda de mi amigo. Creí que estaba sufriendo un ataque o una especie de
colapso. Antes de llegar a su lado, lo vi caer y quedar inerte. Los ruidos
habían cesado, pero volví a ver, con un sentimiento de terror como jamás
había experimentado, el misterioso movimiento de la avena que se extendía
desde la zona pisoteada en torno al cuerpo de Morgan hacia los límites del
bosque. Sólo cuando hubo alcanzado los primeros árboles, aparté la vista de
aquel insólito fenómeno y miré a mi compañero. Estaba muerto.» III UN HOMBRE, AUNQUE ESTÉ
DESNUDO, PUEDE ESTAR HECHO JIRONES El juez se levantó y se acercó
al muerto. Tiró de un extremo de la sábana y dejó el cuerpo al descubierto.
Estaba desnudo y, a la luz de la vela, mostraba un color amarillento.
Presentaba unos grandes hematomas de un azul oscuro, causados sin duda alguna
por las contusiones, y parecía que lo habían golpeado en el pecho y los
costados con un garrote. Había unas horribles heridas y tenía la piel
desgarrada, hecha jirones. El juez llegó hasta el
extremo de la mesa y desató el nudo que sujetaba un pañuelo de seda por
debajo de la barbilla hasta la parte superior de la cabeza. Al retirarlo
vimos lo que tenía en la garganta. Los miembros del jurado que se habían
levantado para ver mejor lamentaron su curiosidad y volvieron la cabeza. El
joven Harker fue hacia la ventana abierta y se inclinó sobre el alféizar, a
punto de vomitar. Después de cubrir de nuevo la garganta del muerto, el juez
se dirigió a un rincón de la habitación en el que había un montón de prendas.
Empezó a coger una por una y a examinarlas mientras las sostenía en alto. Estaban destrozadas y
rígidas por la sangre seca. El resto de los presentes prefirió no hacer un
examen más exhaustivo. A decir verdad, ya habían visto este tipo de cosas
antes. Lo único que les resultaba nuevo era el testimonio de Harker. -Señores -dijo el juez-,
estas son todas las pruebas que tenemos. Ya saben su cometido; si no tienen
nada que preguntar, pueden salir a deliberar. El presidente del jurado, un
hombre de unos sesenta años, alto, con barba y toscamente vestido, se levantó
y dijo: -Quisiera hacer una
pregunta, señor. ¿De qué manicomio se ha escapado este último testigo? -Señor Harker -dijo el juez
con tono grave y tranquilo-; ¿de qué manicomio se ha escapado usted? Harker enrojeció de nuevo,
pero no contestó, y los siete individuos se levantaron y abandonaron
solemnemente la cabaña uno tras otro. -Si ha terminado ya de
insultarme, señor -dijo Harker tan pronto como se quedó a solas con el juez-,
supongo que puedo marcharme, ¿no es así? -En efecto. Harker avanzó hacia la
puerta y se detuvo con la mano en el picaporte. Su sentido profesional era
más fuerte que su amor propio. Se volvió y dijo: -Ese libro que tiene ahí es
el diario de Morgan, ¿verdad? Debe de ser muy interesante porque mientras
prestaba mi testimonio no dejaba de leerlo. ¿Puedo verlo? Al público le
gustaría… -Este libro tiene poco que
añadir a nuestro asunto -contestó el juez mientras se lo guardaba-; todas las
anotaciones son anteriores a la muerte de su autor. Al salir Harker, el jurado
volvió a entrar y permaneció en pie en torno a la mesa en la que el cadáver,
cubierto de nuevo, se perfilaba claramente bajo la sábana. El presidente se
sentó cerca de la vela, sacó del bolsillo lápiz y papel y redactó
laboriosamente el siguiente veredicto, que fue firmado, con más o menos
esfuerzo, por el resto: -Nosotros, el jurado,
consideramos que el difunto encontró la muerte al ser atacado por un puma,
aunque alguno cree que sufrió un colapso. |
Resolución del conflicto |
IV UNA EXPLICACIÓN DESDE LA
TUMBA En el diario del difunto
Hugh Morgan hay ciertos apuntes interesantes que pueden tener valor
científico. En la investigación que se desarrolló junto a su cuerpo el libro
no fue citado como prueba porque el juez consideró que podría haber
confundido a los miembros del jurado. La fecha del primero de los apuntes
mencionados no puede apreciarse con claridad por estar rota la parte superior
de la hoja correspondiente; el resto expone lo siguiente: «…corría describiendo un
semicírculo, con la cabeza vuelta hacia el centro, y de pronto se detenía y
ladraba furiosamente. Al final echó a correr hacia el bosque a gran
velocidad. En un principio pensé que se había vuelto loco, pero al volver a
casa no encontré otro cambio en su conducta que no fuera el lógico del miedo
al castigo.» «¿Puede un perro ver con la
nariz? ¿Es que los olores impresionan algún centro cerebral con imágenes de
las cosas que los producen?» «2 sep. Anoche, mientras
miraba las estrellas en lo alto del cerco que hay al este de la casa, vi cómo
desaparecían sucesivamente, de izquierda a derecha. Se apagaban una a una por
un instante, y en ocasiones unas pocas a la vez, pero todas las que estaban a
un grado o dos por encima del cerco se eclipsaban totalmente. Fue como si
algo se interpusiera entre ellas y yo, pero no conseguí verlo pues las
estrellas no emitían suficiente luz para delimitar su contorno. ¡Uf! Esto no
me gusta nada…» Faltan tres hojas con los
apuntes correspondientes a varias semanas. «27 sep. Ha estado por aquí
de nuevo. Todos los días encuentro pruebas de su presencia. Me he pasado la
noche otra vez vigilando en el mismo puesto, con la escopeta cargada. Por la
mañana sus huellas, aún frescas, estaban allí, como siempre. Podría jurar que
no me quedé dormido ni un momento -en realidad apenas duermo. ¡Es terrible,
insoportable! Si todas estas asombrosas experiencias son reales, me voy a
volver loco; y si son pura imaginación, es que ya lo estoy.» «3 oct. No me iré, no me
echará de aquí. Esta es mi casa y mi tierra. Dios aborrece a los cobardes…» «5 oct. No puedo soportarlo
más. He invitado a Harker a pasar unas semanas. Él tiene la cabeza en su
sitio. Por su actitud podré juzgar si me cree loco.» «7 oct. Ya encontré la
solución al misterio. Anoche la descubrí de repente, como por revelación.
¡Qué simple, qué horriblemente simple!» «Hay sonidos que no podemos
oír. A ambos extremos de la escala hay notas que no hacen vibrar ese
instrumento imperfecto que es el oído humano. Son muy agudas o muy graves. He
visto cómo una bandada de mirlos ocupan la copa de un árbol, de varios
árboles, y cantan todos a la vez. De repente, y al mismo tiempo, todos se
lanzan al aire y emprenden el vuelo. ¿Cómo pueden hacerlo si no se ven unos a
otros? Es imposible que vean el movimiento de un jefe. Deben de tener una
señal de aviso o una orden, de un tono superior al estrépito de sus trinos,
que es inaudible para mí. He observado también el mismo vuelo simultáneo
cuando todos estaban en silencio, no sólo entre mirlos, sino también entre
otras aves como las perdices, cuando están muy distanciadas entre los
matorrales, incluso en pendientes opuestas de una colina.» «Los marineros saben que un
grupo de ballenas que se calienta al sol o juguetea sobre la superficie del
océano, separadas por millas de distancia, se zambullen al mismo tiempo y
desaparecen en un momento. La señal es emitida en un tono demasiado grave
para el oído del marinero que está en el palo mayor o el de sus compañeros en
cubierta, que sienten la vibración en el barco como las piedras de una catedral
se conmueven con el bajo del órgano.» «Y lo que pasa con los
sonidos, ocurre también con los colores. A cada extremo del espectro luminoso
el químico detecta la presencia de los llamados rayos ‘actínicos’.
Representan colores -colores integrales en la composición de la luz- que
somos incapaces de reconocer. El ojo humano también es un instrumento
imperfecto y su alcance llega sólo a unas pocas octavas de la verdadera
‘escala cromática’. No estoy loco; lo que ocurre es que hay colores que no
podemos ver.» |
Situación final |
«Y, Dios me ampare, ¡el
engendro maldito es de uno de esos colores!» |
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