El guardián del muerto
noviembre 25, 2022El guardián del muerto
·
Ficcionalidad.
El texto de Ambrose Bierce nos cuenta como
se desarrolla la apuesta entre el doctor Harper y el doctor Helberson. Podemos
ver verosimilitud en el cuento cómo:
- La
apuesta entre dos amigos.
- Las profesiones
de Harper y Helberson.
- Existen
casas con características como las de la casa de Helberson.
- Los
lugares que se mencionan, San Francisco y nueva York.
También vemos algunas partes con algo de ficción:
- El
cambio de cuerpo de Jarette y Mancher
- La casa
de Helberson.
- Los
personajes.
Etopeya
Hombre joven -no pasaría de los treinta-Tez oscura cuidadosamente afeitado pelo castaño
rostro fino nariz larga y recta la frente despejada, ” firmeza” en el mentón y en la mandíbula Ojos grises abstraídos poco sensible a las sugestiones de los demás
Concreción
Los lugares en qué se desarrolla la historia.
Las profesiones de Helberson y Harper.
Los amigos apuestanVerosimilitud
Personajes
Jarette
Helberson
Harper
Mancher
Voz narrativa
Omnisciente
SECUENCIA NARRATIVA |
|
Situación
inicial
|
En
la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada,
un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana.
Serían las nueve de la noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las
dos ventanas estaban cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y
de la costumbre de airear las habitaciones donde hay difuntos. Los únicos
muebles eran un sillón, una mesita para leer que sostenía el candelero, y una
larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre. Poco antes, quizá,
introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado que
estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los
ángulos de las paredes. Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana,
hasta se insinuaban las facciones con esa extraña rigidez que suele
atribuirse a las caras de los muertos, pero que en realidad es propia de
todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el silencio que reinaba en
el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin
más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás,
estaba construido sobre la pendiente de una colina. Cuando sonaron las nueve
campanadas en el reloj de la iglesia -con tanto desgano, con tanta indiferencia
al paso del tiempo que apenas podía uno comprender por qué se molestaban en
marcar la hora- |
Inicio
del conflicto
|
Se abrió la única puerta del cuarto, entró
un hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un movimiento
espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que
giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos
que se alejaban por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que
había entrado en el cuarto era ya un prisionero. El hombre caminó hasta la
mesa, se detuvo unos instantes mirando el cadáver; luego, encogiéndose
levemente de hombros, fue hasta una de las ventanas y levantó la persiana.
Afuera, la oscuridad era absoluta; los vidrios estaban cubiertos de polvo.
Pasó la mano por el polvo y pudo ver que la ventana, a pocas pulgadas de los
vidrios, estaba reforzada por gruesos barrotes de hierro empotrados en cada
extremo de la mampostería. Examinó la otra ventana. Sucedía lo mismo. Esta
circunstancia no le inspiró mayor curiosidad y ni siquiera trató de abrirlas.
Si era un prisionero, no intentaba evadirse. Después de haber terminado la inspección
del cuarto, se instaló en el sillón, sacó un libro del bolsillo, acercó la
mesita con el candelero y empezó a leer. Era un hombre joven -no pasaría de
los treinta- de tez oscura, cuidadosamente afeitado, y pelo castaño. Tenía el
rostro fino, la nariz larga y recta, la frente despejada, y esa ” firmeza” en
el mentón y en la mandíbula que, según dicen, es índice de un temperamento
resuelto. Por la expresión de sus ojos grises, abstraídos, acaso fuera poco
sensible a las sugestiones de los demás. Ahora esos ojos estaban fijos en el
libro, pero de vez en cuando los apartaba para mirar el cadáver. Al parecer,
no bajo la influencia de la morbosa fascinación que los muertos ejercen sobre
los vivos, aun sobre los más valerosos e impasibles, ni por ese deliberado
impulso de probar su ánimo que suele mover a las personas impresionables y
tímidas. Miraba como si algo en la lectura le hiciera recordar la situación
en que se hallaba. Este guardián del muerto, qué duda cabe, cumplía su
obligación con inteligencia y serenidad, tal como su aspecto lo hacía
presumir. Así continuó alrededor de media hora. Después cerró el libro,
quizás al terminar un capítulo, lo dejó sobre la mesita, se puso de pie, alzó
la mesita y volvió a colocarla en un rincón del cuarto, cerca de una de las
ventanas. En seguida, llevando consigo el candelero, se aproximó a la
chimenea vacía frente a la cual estuvo sentado. Al cabo de un momento fue
hasta la mesa donde yacía el cadáver, apartó la sábana y dejó al descubierto
la cabeza: apareció una melena oscura y un sudario de lienzo muy fino bajo el
cual se distinguían aún más las facciones del muerto. Entonces resguardó sus
propios ojos de la luz, interponiendo su mano libre entre ellos y el
candelero, y detuvo en su inmóvil acompañante una severa y tranquila mirada.
Satisfecho con su examen, echó de nuevo la sábana sobre el rostro yacente, y
antes de volver al sillón tomó algunos fósforos del candelero y los guardó en
el bolsillo de su chaqueta. Después sacó la vela del cilindro hueco del candelero
y la observó con atención, como si calculara cuanto tiempo habría de durar.
Tenía dos pulgadas de largo. ¡Una hora más, y quedaría a oscuras! Insertó la
vela en el candelero, sopló, apagó la llama. |
Conflicto
|
El
guardián del muerto [Cuento
- Texto completo.]
Ambrose
Bierce I
En
la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada,
un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana.
Serían las nueve de la noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las
dos ventanas estaban cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y
de la costumbre de airear las habitaciones donde hay difuntos. Los únicos
muebles eran un sillón, una mesita para leer que sostenía el candelero, y una
larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre. Poco antes, quizá,
introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado que
estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los
ángulos de las paredes. Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana,
hasta se insinuaban las facciones con esa extraña rigidez que suele
atribuirse a las caras de los muertos, pero que en realidad es propia de
todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el silencio que reinaba en
el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin
más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás,
estaba construido sobre la pendiente de una colina. Cuando sonaron las nueve
campanadas en el reloj de la iglesia -con tanto desgano, con tanta indiferencia
al paso del tiempo que apenas podía uno comprender por qué se molestaban en
marcar la hora- se abrió la única puerta del cuarto, entró un hombre y se
acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un movimiento espontáneo,
volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que giraba con
dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se
alejaban por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que había
entrado en el cuarto era ya un prisionero. El hombre caminó hasta la mesa, se
detuvo unos instantes mirando el cadáver; luego, encogiéndose levemente de
hombros, fue hasta una de las ventanas y levantó la persiana. Afuera, la
oscuridad era absoluta; los vidrios estaban cubiertos de polvo. Pasó la mano
por el polvo y pudo ver que la ventana, a pocas pulgadas de los vidrios,
estaba reforzada por gruesos barrotes de hierro empotrados en cada extremo de
la mampostería. Examinó la otra ventana. Sucedía lo mismo. Esta circunstancia
no le inspiró mayor curiosidad y ni siquiera trató de abrirlas. Si era un
prisionero, no intentaba evadirse. Después de haber terminado la inspección
del cuarto, se instaló en el sillón, sacó un libro del bolsillo, acercó la
mesita con el candelero y empezó a leer. Era un hombre joven -no pasaría de
los treinta- de tez oscura, cuidadosamente afeitado, y pelo castaño. Tenía el
rostro fino, la nariz larga y recta, la frente despejada, y esa ” firmeza” en
el mentón y en la mandíbula que, según dicen, es índice de un temperamento
resuelto. Por la expresión de sus ojos grises, abstraídos, acaso fuera poco
sensible a las sugestiones de los demás. Ahora esos ojos estaban fijos en el
libro, pero de vez en cuando los apartaba para mirar el cadáver. Al parecer,
no bajo la influencia de la morbosa fascinación que los muertos ejercen sobre
los vivos, aun sobre los más valerosos e impasibles, ni por ese deliberado
impulso de probar su ánimo que suele mover a las personas impresionables y
tímidas. Miraba como si algo en la lectura le hiciera recordar la situación en
que se hallaba. Este guardián del muerto, qué duda cabe, cumplía su
obligación con inteligencia y serenidad, tal como su aspecto lo hacía
presumir. Así continuó alrededor de media hora. Después cerró el libro,
quizás al terminar un capítulo, lo dejó sobre la mesita, se puso de pie, alzó
la mesita y volvió a colocarla en un rincón del cuarto, cerca de una de las
ventanas. En seguida, llevando consigo el candelero, se aproximó a la
chimenea vacía frente a la cual estuvo sentado. Al cabo de un momento fue hasta
la mesa donde yacía el cadáver, apartó la sábana y dejó al descubierto la
cabeza: apareció una melena oscura y un sudario de lienzo muy fino bajo el
cual se distinguían aún más las facciones del muerto. Entonces resguardó sus
propios ojos de la luz, interponiendo su mano libre entre ellos y el
candelero, y detuvo en su inmóvil acompañante una severa y tranquila mirada.
Satisfecho con su examen, echó de nuevo la sábana sobre el rostro yacente, y
antes de volver al sillón tomó algunos fósforos del candelero y los guardó en
el bolsillo de su chaqueta. Después sacó la vela del cilindro hueco del
candelero y la observó con atención, como si calculara cuanto tiempo habría
de durar. Tenía dos pulgadas de largo. ¡Una hora más, y quedaría a oscuras!
Insertó la vela en el candelero, sopló, apagó la llama.
II
En
un consultorio de Kearny Street, sentados en torno a una mesa, tres hombres
bebían ponche y fumaban. Era tarde, casi medianoche, y no había escaseado el
ponche. Estaban en casa del doctor Helberson, el más circunspecto de los
tres. Tenía unos treinta años. Los otros eran menores. Todos ellos médicos.
-El
temor supersticioso que inspiran los muertos a los vivos es hereditario e
incurable -dijo el doctor Helberson-. No tiene por qué avergonzarnos. Es una
herencia, sencillamente, como la incapacidad para las matemáticas, o la
tendencia a mentir.
Los
otros rieron.
-¿Es
que la mentira no debe avergonzar a un hombre? -preguntó el más joven de los
tres. Este último, en realidad, era un practicante. Todavía no se había
recibido.
-Mi
querido Harper, no he dicho eso. Una cosa es mentir; otra, la tendencia a
mentir.
-¿Pero
cree usted -dijo el tercero- que este supersticioso temor a los muertos, no
fundado en razón alguna, sea universal? Yo no siento hacia ellos ningún
temor.
-Usted
no lo siente en teoría -contestó Helberson-. Espere que se cumplan
determinadas condiciones, lo que Shakespeare llama “la confabulación de las
circunstancias”, y lo verá manifestarse de una manera no muy agradable que le
abrirá los ojos. Los médicos y los soldados, desde luego, son menos
vulnerables que otros a este temor.
-¡Médicos
y soldados! ¿Por qué no agrega también verdugos? Incluyamos a todas las
clases criminales.
-No,
mi querido Mancher. Los jurados no permiten a los verdugos familiarizarse
demasiado con la muerte. De otro modo, llegaría a no conmoverlos.
El
joven Harper, que había ido a buscar un cigarro, volvió a su asiento.
-¿Qué
condiciones se requieren para que cualquier hombre nacido de mujer llegue a
tener conciencia, hasta un extremo intolerable, de ese horror que todos
compartimos según usted? -preguntó con sobrada elocuencia.
-Bueno,
yo diría que si un hombre estuviera encerrado toda la noche con un cadáver,
solo, en la oscuridad de una casa desocupada, sin mantas para echarse sobre
la cabeza y refugiarse en ellas, podría jactarse con justicia de no haber
nacido de mujer; ni siquiera, como Macduff, de ser el resultado de una
cesárea.
-Pensé
que sus condiciones no acabarían nunca -replicó Harper-. Pero sé de un hombre
que no vacilaría en aceptarlas. Por lo que usted quiera apostar.
-¿Quién
es?
-Se
llama Jarette. No es de California. Como yo, ha nacido en Nueva York. Yo no
tengo dinero para hacer apuestas, pero él podrá apostarle lo que usted quiera
-repitió.
-¿Cómo
lo sabe usted?
-Prefiere
jugar a comer. En cuanto al miedo, me atrevería a decir que lo considera algo
así como una enfermedad de la piel, o acaso como una peculiar herejía
religiosa.
Decididamente,
Helberson empezaba a interesarse.
-¿Cómo
es el tal Jarette? -preguntó.
-¿Cómo
es? Se parece a Mancher. Podrían ser mellizos.
Helberson
contestó resueltamente:
-Acepto
la apuesta.
-Debo
agradecerle muchísimo el cumplido, estoy seguro -dijo Mancher arrastrando las
palabras. Se estaba durmiendo. Agregó-: ¿Puedo entrar en la apuesta?
-No
contra mí -dijo Helberson-. No quiero su dinero.
-Muy
bien. Entonces seré el cadáver.
Los
otros se echaron a reír.
Ya
hemos visto el resultado de esta descabellada conversación. |
Resolución
del conflicto
|
III
Al
apagar la escasa ración de su vela, el señor Jarette se propuso conservarla
para alguna imprevista necesidad. Quizá pensara vagamente que tanto daba
estar a oscuras al principio como al fin, y ese cabo de vela, en caso de que
la situación se hiciera realmente insoportable, le garantizaba un medio de
alivio, o hasta de libertad. De cualquier modo era prudente contar con una
pequeña reserva de luz, aunque sólo fuera para poder mirar el reloj.
No
bien apagó la vela y la colocó a su lado, en el suelo, se instaló cómodamente
en el sillón, echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Deseaba y esperaba
dormir. Quedó decepcionado; nunca en su vida había tenido menos sueño. Pocos
minutos después se dio por vencido. Pero entonces ¿qué hacer? No podía andar
a tientas en la oscuridad más absoluta, corriendo el peligro de tropezar con
las paredes, también de llevarse por delante la mesa y perturbar
descomedidamente al muerto. Nadie discute el derecho de los muertos de
descansar en paz, exentos de cualquier violencia. Jarette casi logró
persuadirse de que consideraciones semejantes, reteniéndolo en el sillón, lo
obligaban a no afrontar una probable caída.
Mientras
pensaba en ello, creyó haber oído un leve ruido que llegaba de la mesa. Qué
clase de ruido era, no hubiese podido decirlo. Continuó inmóvil. ¿Para qué
volver la cabeza en la oscuridad? Sin embargo, escuchó atentamente. ¿Por qué
no habría de hacerlo? Y mientras escuchaba, sintiendo como un vértigo, se
aferró a los brazos del sillón. Le zumbaban los oídos, la sangre se le subía
a la cabeza, el chaleco le apretaba el tórax. Se preguntó a qué obedecían
esas molestias ¿Eran síntomas de miedo? Hundió el pecho, lanzando un profundo
suspiro, y cuando la gran cantidad de aire con que llenó de nuevo sus
pulmones exhaustos hizo desaparecer aquella sensación de vértigo, comprendió
que en el afán de escuchar había contenido la respiración hasta llegar por
poco a sofocarse. Era una revelación humillante. Se levantó, empujó el sillón
con el pie y avanzó hasta el centro del cuarto. Pero no avanzaba mucho en la
oscuridad. Tanteando, encontró la pared, siguió hasta el rincón, dio vuelta,
pasó las dos ventanas y allí, en el otro rincón, entró en violento contacto
con la mesita y la tiró al suelo. El ruido lo hizo estremecer. Quedó
fastidiado. ¿Cómo diablos pude olvidar dónde coloqué la mesita?, murmuró,
buscando su camino a lo largo de la tercera pared con el propósito de llegar
a la chimenea.
Debo
poner las cosas en su justo sitio, dijo el señor Jarette, y palpó el piso
hasta dar con el candelero.
Cuando
por fin lo encendió, volvió los ojos a la mesa de cocina donde, naturalmente,
nada había cambiado. La mesita con el atril seguía en el suelo. Había
olvidado poner las cosas en su justo sitio. Paseó la mirada por el cuarto,
desplazando las sombras más profundas con el candelero, llegó hasta la
puerta, hizo girar el picaporte y empujó con todas sus fuerzas. Como la
puerta no cediera, sintió una especie de satisfacción. Más aún, corrió el
pestillo que tenía por dentro y en el cual no había reparado en el momento de
entrar. Volvió a sentarse y miró su reloj; eran las nueve y media.
Sorprendido, pegó el reloj a la oreja: oyó el tictac del minutero. Ahora la
vela estaba sensiblemente más corta. Apagándola nuevamente, la colocó en el
piso junto a él, como antes. El señor Jarette no estaba cómodo; estaba
profundamente insatisfecho con el ambiente que lo rodeaba, y consigo mismo
por sentirse insatisfecho. ¿Qué puedo temer? -pensó-. Esto es ridículo y
vergonzoso. No seré tan estúpido. Pero no infunde valor el decirnos seamos
valientes, ni reconocer que en tal o cual circunstancia nos beneficia el
decirlo. Mientras más se condenaba a sí mismo, más argumentos encontraba Jarette
para fundar su condena. Mientras mayor era el número de sus tranquilizadoras
y armoniosas variaciones sobre el tema de la inocuidad de los difuntos, menos
podía soportar sus propias y discordantes inquietudes. Cómo es posible
-exclamó en medio de la angustia de su espíritu-, cómo es posible que yo, tan
luego yo, que no tengo supersticiones de ninguna clase, que no creo en la
inmortalidad del alma, que sé, y ahora más que nunca, que la vida
ultraterrena no es sino el sueño de un deseo, pierda mi apuesta, y junto con
mi apuesta ¡el honor, la propia estimación, tal vez el juicio! ¡Todo porque
algunos de mis salvajes antepasados, que vivían en las cavernas, concibieron
la monstruosa idea de que los muertos se levantan y caminan por la noche! En
eso, distintamente, inequívocamente, el señor Jarette oyó tras de sí un leve
ruido de pasos, cautelosos, nítidos, cada vez más próximos.
IV
A la
mañana siguiente, poco antes del amanecer, el doctor Helberson y su joven
amigo Harper recorrían muy despacio las calles de la Costa Norte. Iban al
cupé del doctor.
-Joven
inexperto -dijo el hombre de más edad-, ¿aún tiene usted confianza en el
valor o en la estolidez de su amigo? ¿Cree usted que he perdido mi apuesta?
-Sé
que la ha perdido -dijo el otro, pero esta vez con menos énfasis.
-Bueno,
de todo corazón espero que así sea -lo dijo con formalidad casi solemne-.
Harper, este asunto me inquieta -agregó a la media luz intermitente que
entraba oblicuamente en el cupé, cuando pasaban junto a los faroles de la
calle, su rostro tenía un aspecto muy severo-. No habría aceptado la apuesta
si su amigo no me hubiese irritado por el desdén que demostró ante mi duda
sobre su incapacidad de resistencia, una condición meramente física, y por
haber sugerido con impasible descortesía que el cadáver fuera el de un
médico. Si algo sucediera, estamos perdidos. Mucho me temo que lo merecemos.
-¿Qué
puede suceder? Hasta si el asunto tomara un sesgo grave, cosa que no creo,
Mancher sólo tiene que resucitar y explicar cómo sucedió. Muy diferente sería
con un sujeto auténtico de la Morgue, o con uno de sus pacientes difuntos.
El
doctor Mancher, por lo tanto había cumplido su promesa: era el cadáver. El
doctor Helberson permaneció largo rato silencioso mientras el cupé, a paso de
tortuga, tomaba por la misma calle que ya había recorrido dos o tres veces.
-Bueno
-dijo por fin-, esperemos que Manchester, si ha necesitado resucitar de entre
los muertos, se haya conducido con discreción. De otro modo, su error
empeoraría las cosas.
-Sí,
Jarette podría matarlo -dijo Harper-. Cuando el cupé pasó junto a un farol de
gas, miró su reloj-. Pero ya son casi las cuatro de la mañana -agregó.
Un
momento después los dos hombres bajaban del coche y caminaban impetuosamente
hacia la casa durante mucho tiempo vacía, perteneciente al doctor Herlberson,
en la cual habían encerrado al señor Jarette. Al acercarse, encontraron a un
hombre que corría. Se detuvo de golpe.
-¿Pueden
decirme -les gritó- dónde hay un médico?
-¿Qué
ocurre? -preguntó Helberson, evasivamente.
-Vaya
y vea con sus propios ojos -dijo el hombre prosiguiendo su carrera.
Se
apresuraron, llegaron a la casa. En la puerta de calle vieron entrar a varias
personas muy excitadas. Al lado y al frente, en los edificios vecinos,
asomaban muchas cabezas por las ventanas abiertas de par en par. Los dueños
de aquellas cabezas hacían preguntas y no contestaban a las preguntas que les
dirigían. Había luz en los pocos cuartos con las ventanas cerradas: sus
ocupantes se estaban vistiendo para bajar. El farol de la calle, justo
enfrente de la casa que era el centro de todas las miradas, arrojaba sobre la
escena una débil luz amarilla, como insinuando que podía descubrir muchos
otros pormenores si lo hubiese querido. Harper, mortalmente pálido, se detuvo
junto a la puerta y posó su mano en el brazo de su acompañante. Dijo:
-Estamos
perdidos, doctor. Tenemos la suerte en contra. No entremos. Es preferible
escapar.
Sus
desaprensivas palabras contrastaban con el tono extrañamente agitado de la
voz.
-Yo
soy médico -dijo el doctor Helberson tranquilamente-. Necesitan uno.
Subieron
unos pocos peldaños y se dispusieron a entrar. La puerta cancel estaba
abierta. El farol de la calle iluminaba el umbral lleno de gente. Algunas
personas habían llegado al último tramo de la escalera; como no las dejaran
seguir adelante, allí aguardaban, apostadas. Todas hablaban a la vez.
Súbitamente, hubo una gran conmoción: se abrió una puerta y un hombre se
lanzó contra los que intentaban detenerlo. Cayó sobre los asustados curiosos,
haciéndolos a un lado, obligándolos a ponerse de espaldas a la pared o a
prenderse de la baranda, tomándolos por el cuello y golpeándolos
bárbaramente, o arrojándolos escaleras abajo y pasándolos por encima. Andaba
sin sombrero, con la ropa en desorden. Más aterradora que su fuerza, en
apariencia sobrehumana, era la expresión de sus ojos desorbitados e
inquietos. Su cara, cuidadosamente afeitada, estaba exangüe. Tenía el pelo
blanco como la nieve. Como hubiera más espacio al pie de la escalera, y la
multitud se hiciera a un lado para dejarlo pasar, Harper gritó:
-¡Jarette,
Jarette!
El
doctor Helbeson tomó a Harper por las solapas de la chaqueta y lo empujó
hacia atrás. El hombre los miró sin parecer reconocerlos, bajó los pocos
peldaños que conducían de la puerta cancel a la de la calle, y desapareció.
Un policía corpulento, que no había logrado bajar con tanto éxito, surgió
momentos después y corrió tras él, mientras las cabezas de las ventanas
-ahora de mujeres y niños- gritaban:
-¡Por
allí, por allí!
Ya
la escalera estaba en parte despejada. Casi toda la muchedumbre se había
precipitado a la calle para observar la fuga y persecución. El doctor
Helberson, seguido de Harper, pudo llegar hasta arriba.
En
la puerta que daba al último corredor, un agente de policía les interceptó el
paso.
-Somos
médicos-, dijo el doctor, y entraron a un cuarto lleno de hombres apiñados
alrededor de una mesa. Apenas se distinguían en la penumbra. Los recién
venidos, adelantándose dificultosamente, miraron por encima de los que
estaban en primera fila. En la mesa, con las piernas tapadas con unas
sábanas, yacía el cuerpo de un hombre. Los rayos de una linterna que sostenía
un policía, de pie junto al cadáver, lo iluminaban brillantemente. Todos los
demás, el policía mismo, estaban en la sombra, excepto aquellos muy próximos
a la cabeza del muerto. El rostro del muerto, amarillo, repulsivo, horrible,
tenía los ojos a medio abrir, mirando hacia el techo, la mandíbula caída; en
los labios, en el mentón, en las mejillas había rastros de espuma. Un hombre
alto, evidentemente un médico, se inclinó sobre el cadáver, le pasó la mano
por debajo de la pechera de la camisa y le introdujo dos dedos en la boca
abierta.
-Hace
casi tres horas que este hombre ha muerto -dijo-. Es un caso para el médico
forense.
Sacó
una tarjeta de bolsillo, la entregó al oficial y se abrió camino hasta la
puerta.
-¡Váyanse
todos! ¡Fuera! -gritó el oficial bruscamente, y el cuerpo del muerto
desapareció como por arte de magia cuando la linterna enfocó, aquí y allá,
las caras de la multitud.
El
efecto fue increíble. Los hombres, enceguecidos, confusos, casi
aterrorizados, se precipitaron ruidosamente hacia la puerta apretujándose,
codeándose y cayendo los unos encima de los otros a medida que iban saliendo,
como las huestes de la noche heridas por los dardos de Apolo. Sobre la masa
tumultuosa, acorralada, el oficial disparaba su luz implacable, incesante.
Arrastrados por la corriente, Helberson y Harper fueron barridos del cuarto y
lanzados a la calle escaleras abajo.
-¡Dios
mío, doctor! ¿No le dije que Jarette lo mataría? -exclamó Harper no bien se
apartaron de la multitud.
-Entiendo
que sí -replicó el otro sin aparente emoción.
Prosiguieron
caminando en silencio hacia el este, ya gris; se perfilaban las viviendas
sobre la línea de la colina. Ya andaba por las calles el carro del lechero.
Muy pronto el panadero entraría en escena. Se oían vocear los primeros
diarios.
-Tengo
la impresión, jovencito -dijo el doctor Helberson-, que usted y yo hemos
trasnochado demasiado en los últimos tiempos. No es bueno para la salud.
Necesitamos un cambio. ¿Qué le parecería un viaje a Europa?
-¿Cuándo?
-En
cualquier momento. Esta tarde a las cuatro, por ejemplo, sería una hora
conveniente.
-Lo
encontraré en el barco -dijo Harper.
|
Situación
final
|
V
Estos
dos hombres, siete años después, conversaban amigablemente en Nueva York,
sentados en un banco de Madison Square. Un tercero, que los había estado
observando sin que ellos lo advirtieran, terminó por acercarse y los saludó
con la mayor cortesía, quitándose el sombrero y descubriendo su pelo
ondulado, blanco como la nieve. Dijo:
-Les
pido disculpas, señores, pero cuando se ha matado a un hombre para poder
resucitar, es mejor ponerse sus ropas y escaparse en la primera oportunidad.
Helberson
y Harper cambiaron miradas significativas. Parecían divertidos. Helberson
miró con simpatía al desconocido y replicó:
-Esa
fue siempre mi idea. Estoy enteramente de acuerdo con sus ventaj…
Súbitamente
se detuvo, mortalmente pálido. Clavó los ojos en el hombre y quedó
boquiabierto. Temblaba.
-¡Ah!
-exclamó el desconocido-, veo que se siente usted mal, doctor. En caso de que
no pueda atenderse, estoy seguro de que el doctor Harper podrá hacerlo por
usted.
-¿Quién
diablos es usted? -preguntó Harper desafiante.
El
desconocido se acercó más a ellos. Inclinándose susurró:
-A
veces me llamo a mí mismo Jarette, pero no tengo inconveniente en decirles,
dada la vieja amistad que nos une, que soy el doctor William Mancher. Los dos
hombres saltaron del banco.
-¡Mancher!
-exclamaron jadeantes, y Helberson agregó:
-¡Dios
mío, es verdad!
El
desconocido sonrió vagamente.
-Sí
-dijo-, es bastante cierto, qué duda cabe.
Vaciló,
como si intentara recordar algo, y luego empezó a tararear una canción
popular. Se hubiera dicho que los dos hombres ya no le interesaban.
-Mire
usted, Mancher -dijo el doctor Helberson-, cuéntenos exactamente lo que
ocurrió aquella noche a Jarette, desde luego.
-Ah,
sí, a Jarette -dijo el otro-. Es extraño que haya olvidado contárselos a ustedes.
Lo cuento tan a menudo. Vean ustedes, yo sabía, porque le oí a él mismo
decirlo, que no estaba demasiado tranquilo. Entonces no resistí a la
tentación de volver a la vida y entretenerme un poco a costa de él. No pude
resistir, en verdad. Todo estaba muy bien, pero no pensé, seriamente. Y
después… bueno, fue toda una historia hacerlo ocupar mi lugar, y entonces.
¡Malditos sean ustedes, no podía salir! ¡Malditos sean!
Nada
semejante a la ferocidad con que articuló las últimas palabras. Los otros dos
retrocedieron alarmados.
-¿Nosotros?
¿Cómo, cómo? -balbuceó Helberson, perdiendo por completo el dominio de sí -.
Nosotros no tenemos nada que ver en eso.
-¿No
dije que ustedes eran los doctores Hellborn y Sharper1? -preguntó el loco,
riendo.
-Mi
nombre es Helberson, y este caballero es el señor Harper -le contestó,
tranquilizado-. Pero ahora no somos médicos. Somos… bueno, hablemos claro,
viejo, somos jugadores.
-Muy
buena profesión. Muy buena, en verdad. Y dicho sea de paso, espero que
Sharper, aquí presente, haya pagado lo que apostó a Jarette, como un honesto
jugador. Sí, una profesión muy buena y honorable -repitió con aire pensativo.
Antes de alejarse, agregó a modo de despedida: -Pero yo me aferro a la
antigua. Soy médico en el asilo de Bloomingdale, médico del personal. Mi
tarea es cuidar al director. |
Fondo: la apuesta entre Helberson, Jarrete
y Mancher.
Forma: cuento.
·
Clasificación y características de los
personajes.
Principal: jarette.
Secundario: Helberson, Mancher y Harper.
Ambiental: las personas fuera de la casa
de Helberson.
·
Tipo de narrador:
Omnisciente en tercera persona.
·
Focalización:
Focalización cero.
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